Me crié en una familia de hosteleros y, desde bien pequeño, escuché con pavor aquellas palabras demoledoras. Era una manera de empujarme a estudiar, viajar y ver mundo, de no conformarme con «este oficio tan esclavo» que tenía al resto de mi familia encadenada al restaurante.
La palabra esclavo implica un trabajo a destajo, sin contraprestación económica y nulo valor social. Y sin embargo yo veía a mi abuela feliz al despedirse de sus clientes, recibir elogios, tejer amistades, estrenar unos pendientes después de un buen verano o proporcionar a su prole la mejor educación posible.
¿Era ella una esclava? Para mí siempre fue una brillante y hacendosa abeja reina. Si la comparo con quienes pasan diez horas al día delante de una pantalla, con un médico de urgencias que encadena guardias de 48 horas bajo una presión que le quiebra emocionalmente o incluso con un alto ejecutivo –asediado por cumplir objetivos y maldurmiendo más de 200 noches al año en hoteles de empresa–, mi abuela era una privilegiada.
Es un tópico eso de que la hostelería impide disfrutar de la vida. Se repite con una mezcla de lástima y condescendencia, como si uno estuviera condenado a servir mientras el resto del mundo vive. Pero lo cierto es que pocos trabajos permiten una relación tan directa con el placer: ver a un cliente brindar, servirse otro plato de alubias o chuperretear las espinas de un pescado es, como poco, más entretenido que revisar un Excel de macros.
Por supuesto que hay cansancio físico, momentos de tensión y días cercenados por un turno partido, pero también una recompensa inmediata que no se encuentra en otras profesiones, teóricamente mejor valoradas. Exige compromiso y cierta tolerancia al caos, pero ¿qué oficio no pide peajes?
A veces no lo parece, pero el sector se está sacudiendo por fin el yugo de una cultura del sacrificio mal entendida. Los hosteleros de hoy no hacen jornadas de sol a sol, como mi abuela. Se las ingenian para librar más, conciliar horarios o escaparse fuera de temporada. Si se lo montan bien, pueden acabar siendo la envidia de sus amigos, atrapados en la esclavitud de salir los sábados o irse de vacaciones en agosto.