Bardal, la búsqueda incansable de la perfección

No deja de evolucionar la cocina de Benito Gómez en Ronda, mientras sigue en su proceso de expansión en Málaga capital y en Cádiz

Lakshmi Aguirre

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Y entonces, el gesto. A la vuelta de uno de los muchos paseos que Benito Gómez da por la sala de Bardal, golpea el aire con las manos en un redoble mudo de batería. Tres toques certeros, medidos como todo lo que sale de esa cocina por cuya puerta ahora desaparece. La suya es una furia ordenada, una que sabe contener y liberar a partes iguales. Los platos del catalán afincado en Ronda parecen bordear el límite difuso entre la pulsión y el perfeccionismo.

 

En la mesa: espumas, gelées, caldos, pieles fritas, glasas, maduraciones delicadas, cortes precisos de vegetales y proteínas animales, siempre una brizna de hierba, una nota láctea. Todo lo construye en equilibrio. Como ese ba dum tss que acaba de sonar solo en su cabeza, las preparaciones de Bardal llevan un ritmo interno y responden a una estructura que Benito —cráneo brillante, barba angulosa, ojos afilados que miran como si ya hubieran decidido algo sobre ti— domina y que desde 2016 ha ido refinando.

 

De aquella sopa de maíz picante y aguacate a la brasa de su primera temporada, esta que mezcla con salsa holandesa, que esconde gelatina de maíz y salsa macha y de la que asoman, como si fuera un cultivo de espárragos blancos, navajas cortadas al bies; de aquel pan de chivo o del bollito cremoso de brandada de anguila coronado por una piececita ahumada del pescado como una joya, este otro relleno de boloñesa de ciervo con un milimétrico tartar de su carne en lo alto; de aquellos espaguetis de sepia a la carbonara, estos tagliatelle de chipirones encebollados con espuma de queso payoyo.

 

“Benito nunca tiene un plato terminado”, desvela Marcos Trujillo, director de sala que acompaña al chef desde que esta casa tuvo un nombre. Puntos de partida comunes, variaciones, sumas y restas para alcanzar el ideal que solo el jefe vislumbra y que aquí se disfraza de sencillez. Sin embargo, sus platos siguen una métrica poética. Y la poesía, ya lo sabemos, nunca es sencilla. Solo hay que hincar la cuchara en cualquiera de los más de 20 pases que componen su menú largo para atestiguar la cantidad de preelaboraciones que los componen. Hay más estratos en uno de ellos que en la garganta de tierra que se abre en el corazón de Ronda. “Detrás de cada plato hay un curro de la hostia aunque no lo parezca”, explica Benito sin que haga falta. “Jugamos con esa ambigüedad. No hacemos esencialismo. A mí el esencialismo me aburre, no me llena. Yo necesito que pasen cosas”.

Pasan. Los sabores escalan en la boca, se sostienen y engarzan. La mente se arranca en un solo de batería.

Una casa libre

Emerge un estupendo brioche con parfait del ligamento de la navaja, cintas de navaja en escabeche, alcaparras fritas y hoja de capuchina; la lechuga que tanto le gusta a Benito aparece esta vez licuada y acompaña a una gelatina de consomé de atún rojo y daditos de ventresca, una ensalada suculenta; llega un preciosista pase de setas que es un nuevo juego de texturas: pilpil elaborado con colágeno de merluza, setas confitadas, mantequilla montada, sablé de boletus y un carpaccio de perretxikos (herencia bulliniana) coronándolo todo. Si llegara la brisa, las láminas se balancearían como flores.

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Parfait de navajas

El menú evidencia una mayor pulcritud, más sutilezas, la misma sensualidad. “Siempre tenía claro lo que quería hacer, pero también tenía claro que necesitaba tiempo. Esto de llegar a un restaurante y en un año ser el puto amo con un estilo definido no se sostiene. Un restaurante tiene que tener etapas que vayan cimentando a otras. Hemos tenido épocas en las que no cocinábamos bien, pero las necesitábamos para llegar donde estamos ahora”, concluye frente a mi mesa, la espalda contra una pared tan blanca como su chaquetilla, una que, de no conocerle, nadie se imaginaría en él.

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Pase de setas

En las bases, siempre jugos y caldos limpios, concentrados. Los fondos se hacen solos siempre que haya alguien que los haya planificado al detalle, que a las 8 de la mañana encienda el fuego, que lave, despiece, hornee, corte, desespume, sazone, refresque. Después de todo esto, sí, dormitan a fuego lento durante horas hasta el instante preciso en el que se monta el plato. Para él la inmediatez en el servicio es fundamental. Lo cocina todo de nuevo cada día. Doblemente si tienen dos servicios. Siempre à la minute. Lo que sobra, se tira. Y vuelta a empezar.

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Postre de flor de hibisco

Entre capas y capas de sabor, entre aristas cada vez más sápidas, ingredientes mexicanos, peruanos, japoneses, aplicados con sutileza a la despensa nacional. El chef repite incansable allá donde va que su cocina es libre.

— Ser libre es no tener un discurso. Tener un discurso es ponerle vallas al campo.

A veces Benito no habla: corta el aire como antes lo golpeaba.

— ¿No es un discurso el de la libertad? —pregunto—. ¿Estás cayendo en tu propia trampa?

Incómodo, se aleja sin responder. Quizá, de tener uno, el de ser libre sea el discurso más cabal dados los tiempos que corren.

Cuando vuelva a la mesa a presentar un pase de raíces catalanas (un canetón semisalvaje madurado sobre un fondo de pato con nabos —ànec amb naps— y sus lengüítas descaradas, y una lasca de un sorprendentemente delicado bull negro hecho a partir de los despojos del ánade —“fíjate qué modernez”—), señalará a Marco, a Raquel, a Fabien, quienes estarán atendiendo a los clientes con una informalidad cuidada, natural, sin gestos heredados de un clasicismo que les quedaría desentallado, como un traje pensado para otro cuerpo.

“¿Ves?”, rematará. “Esto también es ser libre. Esto es una casa libre y nos va bien así. Es nuestro mejor patrimonio”.

De La Melonera a Dalmar

El equipo, joven, fiel, canta los platos detrás de mí, a mi izquierda, al frente. Cantan, cantan y las quisquillas con jugo de pimientos verdes se funden en la boca. Resuenan las suelas de goma de las deportivas que calzan todos en un vaivén hipnótico. Un matrimonio castellano discute a sottovoce; otro extranjero, incapaz de imaginar aún un futuro como el de sus vecinos de comedor, celebra un cumpleaños. Cantan los pases y Fabien sirve copas de vino —un Juvé y Camps y un Gravonia del 14, el estupendo borgoña Les Folatières de Olivier Leflaive (2019), Domaine de la Grange des Pères del 21…—. El eco me envuelve. Cantan, cantan y la vida pasa en un plato de Bardal.

 

Al amanecer, Benito ya estará ante los fogones de esa cocina alicatada en blanco, sin ventanas, de la que siempre se queja. “Queremos cambiarla, cambiar la posición de la entrada, hacer una obra grande, pero el edificio es BIC y lo único que nos dejan hacer es cambiar los focos. Estamos buscando un nuevo espacio a las afueras”, anuncia. La obra de Tragatá la hicieron de extranjis: “A las 4 de la madrugada sacábamos pedrolos en sacos. Nos pillaron y nos pusieron una sanción porque solo tenía licencia para pintar. No me cerraron el chiringuito de milagro. Eso aquí no lo puedo hacer”, dice como tentado por la posibilidad.

El proyecto de trasladarse a la finca La Melonera, del que decía que iba a ser el restaurante en el que quería hacerse mayor, se cayó de forma repentina. Tras el luto, el suyo y el de su equipo, optó por la expansión. Replicó en Málaga Tragatá, su primera cocina, la más informal, hace unos meses.

 

— Está siendo muy difícil. Pensábamos que iba a funcionar como aquí, pero aquello no es Ronda. La idea era demasiado romántica.

— ¿Qué está fallando?—, pregunto.

— Formar un equipo es complicado. Muchos son mercenarios. Desaparecen de un servicio a otro y nos dejan colgados. Dani [Carnero] ya me había avisado… Aquí tengo a gente que lleva conmigo 20 años. No estamos acostumbrados ni a eso ni a gestionar de repente a 80 trabajadores.

— Y además, no estáis ni Merche [Piña, directora del restaurante y su pareja] ni tú.

— Y eso se nota. Y luego está el ticket. Al público no le encaja un ticket medio de 40 o 50 euros por cabeza. Prefieren pagar o mucho menos, o mucho más. Hemos aprendido la lección, pero el master nos ha salido caro.

— Sin embargo, aquí seguís.

— Podríamos cerrarlo todo y quedarnos solo con Tragatá. Merche y yo viviríamos como reyes. No tendríamos casi que ni trabajar. Siempre está lleno. Pero la droga…

 

Corre por sus venas el veneno de la cocina. De hecho, a la aventura malagueña se le ha sumado la gaditana. Se han subido al barco del hotel Fairmont La Hacienda Costa del Sol (San Roque) con el restaurante Dalmar: “Tiene un poco de Bardal y un poco de Tragatá. Es un término medio que está funcionando muy bien. Todo basado en un buen producto. Allí lo hemos hecho mejor, sin cometer ninguno de los errores que hemos cometido en Málaga”.

 

Por la mesa siguen apareciendo alhajas, un prensado de col, duxelle de setas y papada en homenaje a Jean Luc Figueras, con quien trabajó en sus primeros años de carrera. Los postres de la pastelera Ninitzen Rivera me sumergen de nuevo en un proyecto de arqueología. Repite su finísima tarta tatin de manzana, un fresco bizcochito de especias con almíbar de jengibre, sorbete de flor de hibisco y láminas de merengue de yogur, las setas aparecen ahora sobre un merengue con piñones y café.

 

De vez en cuando, cuando pasa al lado del chef, el personal le corrige la descripción de los platos —“está aliñado con raifort”, “también lleva vainilla”— como si no hubieran nacido de él o hubiera faltado a clase (lo que era habitual). “Mi cabeza no da para todo eso. Funciona de otra manera”, contesta sin darle importancia mientras se aleja.

 

En la sala se ha hecho el silencio. Los matrimonios del presente y del futuro se han marchado. Nadie canta, ni siquiera las suelas de las deportivas contra el parqué. El carro de quesos, esta vez con muchas más referencias extranjeras que andaluzas, ha vuelto a esconderse. Hay algo en Bardal que lo hace invariablemente. Benito lo sabe.

— Siempre estoy buscando algo que no encontraré nunca—, confiesa.

— ¿De eso se trata no? Si no, no evolucionarías.

— Y el día en que eso me pase, me pegaré un tiro.

Ba dum tss.

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