Extiendes el brazo sobre la mesa. Le das las vuelta. Queda el antebrazo expuesto. Dicen que los gatos solo se ponen panza arriba cuando confían. Tú confías y muestras los circuitos azulados que te mantienen viva. La piel del antebrazo es tan fina que existe solo porque tiene un nombre. Mostrarlo nos vuelve vulnerables. Se trata de exponer la herida y lamerla. Supura moka de mantequilla tostada y piñones y enebro. En Mugaritz, antes de esta extremidad, fue un rostro. Lo besabas y era dulce y fresco como el primer amor, que es el mismo en todas partes. El dolor quizá también lo sea.
Los jóvenes-jovencísimos uniformados de azul marino pasean la sala como en una coreografía de Pina Bausch. Apenas 6 mesas durante esta temporada. No son las únicas que van desapareciendo; también los cubiertos. Las manos siempre han sido herramienta aquí, sin embargo, el cuerpo cada vez adquiere más protagonismo, lo que resulta curioso siendo como es lo invisible un elemento fundamental en este no-restaurante.
Mugaritz, lo sabemos quienes nos sentimos obligados a saber estas cosas, es un lugar a donde no se va a comer. Se va a dudar. A tolerar. A ser parte —de manera más o menos involuntaria— de una performance gastronómica donde la comida es una excusa, un símbolo, una sospecha. Y, de vez en cuando, también está buena.
Cuando el taxista me recoja en la puerta de este caserío renacido de las cenizas, me preguntará —con el morbo de quien ha presenciado debates acalorados a su espalda—, si he comido bien. Diré que sí. Que mejor que nunca.
Exponer y exponerse
En la temporada 2025, Aduriz y los suyos han diseñado un menú —de veintitantos pasos, nadie los cuenta con precisión porque en algún momento se pierde la voluntad de contar— entorno al concepto de la transparencia. Sirven, sí, un velo de alga kombu casi insípido; sirven: un gel de sauternes que acompaña a una ostra pequeña y de textura más tierna que un bebé, una medusa que en realidad es una médula fugaz de atún; sirven: hielo, cuando varias setas enoki deshilachadas han sido congeladas y crujen y en una milésima de segundo se funden en la boca, se evaporan como un buen ilusionista. Todos estos pases flirtean con la transparencia como cualidad física.

Sin embargo, quedarse en eso sería demasiado fácil.
Y no estaría donde estoy, rebañando con la yema del dedo una de las latitas que podrían ser de caviar, pero que son de una crema de arroz que ha sido inoculado con diferentes mohos. Para llegar a ella, he tenido que desprender una capa de terciopelo —una mantita blanca, verde, turquesa— y metérmela en la boca. La textura es extraña, futurista, intrigante. Al desenroscar la primera latita, Aspergillus orzae, que sabe a fruta madura, a pera; en la segunda, Penicillium candidum, con toda la potencia del queso brie; la tercera atesora Aspergillus sojae, que es herbáceo, dulce; en la cuarta, Aspergillus luchuensis con notas de cacao y nuez.
Si fermentar es una forma de protesta, “una declaración de independencia en una economía que refuerza el consumo pasivo y estandarizado”, como arguye Michael Pollan, los de Mugaritz llevan protestando desde hace veinte años. Los mohos siempre han formado parte de su paisaje técnico, pero en esta ocasión los han puesto en valor, no solo por servirlos de este modo —como si fueran huevas de los Petrossian— sino por presentarlos con nombre y apellidos. Se rompen prejuicios. Se generan nuevas asociaciones de ideas.

Lo que han hecho con Moholandia, así han llamado al pase, es precisamente hacer visible lo invisible. Todo en la naturaleza, incluso lo minúsculo, lo microscópico, tiene una solidez que asusta. Bajo una lente de aumento todo se mueve silencioso, pero tiene forma, contorno. Hablan de transparencia, pero el fin último del concepto de esta temporada parece ser la exposición, llevar el foco a lo que no vemos por no prestar atención o porque, sencillamente, no lo queremos ver. “Soy un hombre de sustancia, de carne y hueso, fibra y líquidos, e incluso podría decirse que tengo mente. Soy invisible, simplemente porque la gente se niega a verme”, decía el hombre invisible de H. G. Wells. De ahí las pepitas reveladas de una manzana envueltas en gel, minúsculas en un plato pesadísimo, o esa vela prendida que acompaña el menú, que lleva tallada la palabra “ego” y que se consume en lo que dura la experiencia.
Abrir la boca
Cuando Joserra Calvo, ese jefe de sala con cuatro manos —y todas izquierdas—, te pide que le acompañes, empiezas a sospechar que estás en problemas. Y obedeces. Le sigues hasta la cabaña que queda frente al caserío. Dentro, Ramón Perisé, parte del equipo de I+D, espera acodado en la barra como una suerte de guardián de novela fantástica. A su lado se alinean trece cazuelitas, todas etiquetadas con un concepto al que representa lo que contienen (sosiego, humor, inocencia, caos, deseo, tiempo.)… En un rincón, un puchero al fuego. Y en medio de todo eso, varios comensales mantenemos un silencio raro: ninguno nos movemos, como si hacerlo mal revelara algo personal. Lo revela. Debemos elegir una de las cazuelitas (una forma de confesión) y echar una cucharada de lo que sea que lleve dentro al caldo, que es de pollo. Será la sopa del día que nos sirvan después. “Es un plato de comunión”, nos cuentan, “de común unión”.
“Fue el bertsolari Jon Maia quien nos dio la idea de cocinar conceptos en vez de ingredientes. Él cocina con las palabras”, explica Perisé. “Hay como una inteligencia colectiva que hace que la sopa cada día salga bien, y eso que teníamos dudas”. Y lo cierto es que así es. La nuestra llevará palomitas, jerez, pasas, flores, rosas, pasta de especias y cacao (doble cucharada, dos personas eligieron “sexo”).
Prosigue la coreografía en el comedor. Comemos: un tartar de solomillo que sabe a fuet porque ha sido inoculado con Penicillium nalgiovense, una vieira deshidratada en miel y vuelta a hidratar con un marinado de polen que se mastica con una mezcla de hambre y extrañeza; comemos: un tendón de vaca garrapiñado y cristalizado que parece una gominola glaseada (cuyo sabor no te recuerda precisamente a la infancia), un praliné hecho con abejas (sí, abejas) trituradas; comemos: una comtessa de piel silenciosa, hecha a partir del micelio del hongo Penicillium cándidum, con nata montada y jugo de empeltre; comemos: un torrezno de entrecot sobre el que descansa un trozo de la carne madurada y asada apenas, una suerte de niguiri mantecoso, casi obsceno.

Se trata de abrir la boca antes de que la mente se despierte. Y con la comida entran las preguntas. No hay respuestas correctas, pero sí consecuencias. Ese es el juego: que lo que comes diga algo de ti. Que tu reacción —de agrado, de diversión, de asco, de incomodidad— sea parte del plato.
Y aquí estamos, desvelándonos sobre el mantel.
Vis à vis
Ayuda a entrar en la partida el maridaje, que supone, sin duda alguna, el gran acierto de la temporada. Mugaritz es siempre un acto de fe y cumple en este capítulo. Su colección Vis a Vis, iniciada en 2022, tiene ahora varios climax —que seguro han satisfecho a quienes han elegido el sexo para la sopa—. Sirven bichos raros, como un estupendo clarete de Jorge Monzón (Dominio del Águila), inesperado incluso para el mismo bodeguero.
Bebemos también un pet-nat de Ama Brewery con té de la familia Morimoto y un sake elaborado en colaboración con el master blender François Chartier, elaborado con tres añadas diferentes. El Domaine de Pallus 2012, con el que quieren hacer un guiño al enólogo Bertrand Sourdais según cuenta María Saenz, la sumiller, es sorprendentemente fresco, complejo, emocionante.
Dos referencias no pertenecen al proyecto: un Palo Cortado Solera de Cayetano del Pino, y un portentoso Mestres de 1998. “Un cava con 27 años, los mismos que llevamos abiertos”. María utiliza el plural mayestático, pero ella ni siquiera había nacido entonces. El vino es casi un vino dulce, como ella, con una burbuja levísima que apenas acaricia el paladar.
Y de pronto, un postre.
Se han aliado con el pastelero puertorriqueño Antonio Bachour, mejor pastelero del mundo 2022, “porque no somos expertos en el tema”, confiesan. Es un helado de yogur de cabra y la miel en diferentes texturas (una de ellas, fermentada) y crocante de brioche. Resulta que también hay pan. El pase es fresco y ligero y dulce. Es bienvenido. Le tomo una foto y se la mando a Sasha Correa, parte del equipo de creatividad.
– ¿Os habéis vuelto blandos? ¿O es que buscáis el titular?
– No ha sido la intención. Se ha tratado de reconocer el hecho de que no costaba nada generar espacios donde hubiera eso que, por más que insistamos en negar, mucha gente agradece. Romper el dogma por ver qué pasa y probar vías para hacerlo.
Mugaritz en estado puro.
El motor del taxi ronronea al entrar en San Sebastián. Lo último que me preguntará el conductor será de qué color era este año el papel higiénico, uno de los comentarios que siempre escucha en este servicio. Me contará también que una pareja no quiso pagar en Mugaritz y que se fue en mitad de la comida, que una familia se levantó airada y dejó tras de sí una mesa llena de manzanas podridas. Tener la capacidad de generar leyendas urbanas le da a una casa más peso que una tercera estrella o que protagonizar un capítulo de Chefs Table.
Le explicaba Joan Roca a Martín Caparrós en 2013 que ElBulli fue la revolución tecnológica, Noma fue la revolución verde y que ellos, quizá, la revolución emocional. Mugaritz, sin duda alguna, representa la revolución invisible. “La tinta hace invisible al calamar / y visible el poema; / pero los dos cuentan la misma historia”, dice un poema de Benjamin Prado. “Y los libros cerrados / y los platos vacíos / y la gente que brinda / son su final feliz”. Y de eso se trata, a fin de cuentas.
Temporada 2025
Desde el 26 de abril hasta el 26 de octubre.
Contacto
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