La historia del restaurante Quintonil y de sus dos almas, el cocinero Jorge Vallejo y su socia y esposa Alejandra Flores, se podría contar en varios volúmenes o también con solo dos palabras y una coma. Lean el título de este artículo tal cual, piensen en lo que les provoca durante unos segundos y después prueben a ponerle la coma entre ambas. Cocinar y querer de una manera consciente son probablemente dos de las singularidades de nuestra especie. Son tan cotidianas que a veces reparamos en su importancia y otras no. Ambas pertenecen al reino de la boca. No sé a quién se le ocurrió lo de ligar el corazón con el amor. Expresamos los sentimientos y ejecutamos la manifestación amorosa más intensa llamada beso, la que no hacen otros mamíferos, con el mismo órgano, el único que tiene cielo: la boca.
En Quintonil, más allá de increíbles platillos tan llenos de verdad como de sabor, se conecta en cada servicio a los comensales con la cocina del principio, la de las casas -memoria refinada- y la del amor, el amor universal a la comida y el amor a México. En Quintonil nada es apabullante o sorprendente, todo pareciera haber sido hecho por una abuelita de manos sabias y lentas, casi de modo intuitivo, como si unos ingredientes y otros se hubieran puesto a conversar de modo espontáneo y natural. Al tiempo, la desnuda propuesta de un buñuelo de plátano macho con escamoles con miel de abeja melipona habla de una cabeza privilegiada que navega entre lo popular y la alta cocina contemporánea sin necesidad de justificarse, sin perder la naturalidad en la construcción de un bocado que igual podría haber sido fruto de miles de años de historia que de un chispazo creativo en un paseo.
A Jorge Vallejo le falta una miajita para tocar el techo de su profesión, pero se comporta como el que lleva viviendo allá arriba largo tiempo y ha logrado que la fama y todos sus humores malignos no se le hayan subido a la cabeza, ni siquiera a la rodilla.
Vallejo es un cocinero dual. Puede decir una cosa y otra aparentemente opuesta en pocas frases o platillos y en ambas decir la verdad. Se reconoce como un chef que cocina mucho antes con la cabeza que con las ollas y al tiempo, más allá de ese pulso intelectual que le conecta con el exiguo grupo de cocineros que componen sin tocar una cuchara, afirma que la cocina no puede estar desconectada del entorno. La suya es radicalmente personal y radicalmente mexicana, pero también me atrevería a decir que con tendencias hacia lo universal porque no hace falta conocer la gordita de yuca y queso de bola de Ocosingo ni haber comido antes la hormiga chicatana para disfrutar del bocado que conecta lo ancestral con el futuro a través de un sabor y una textura tan reconocibles por el paladar como disruptivos para la memoria. No hace falta siquiera meterse en la boca un pedacito para salivar profundo, es suficiente con leer el enunciado del cerdo rostizado con mole manchamanteles de coco, reducción de betabel -calabaza- y miel de manzana.
Quintonil no es solo raíz, también es planta y es fruto del mundo. Las semillas de girasol, ese cultivo ancestral de los pueblos indígenas en el norte del actual México, hablan en un pipián verde, -esa salsa de la vida a base de pepitas molidas, tomatillo y chiles verdes- con la lima tailandesa y la albahaca que llegó de Asia a Europa y los españoles pusieron en América. El adobo de cocopache -insectos comestibles- cambia el sabor marino de un branzino o lubina a la parrilla y lo vuelve a cambiar al mezclarse con la crema de coliflor, la otra verdura que llegó del viejo mundo.
El restaurante de Vallejo homenajea a su cultura ancestral empezando por el nombre. El quintonil es una planta que crece silvestre o cultivada por el país y que lo mismo se sirve como verdura de hoja que acompaña al maíz tierno o los frijoles, o ennoblece las sopas o arma una guarnición sencilla con chile y queso. Y si lo dejamos crecer se convierte en amaranto, ese pseudocereal que hace panes o las tradicionales alegrías. La casa de Vallejo y Flores es un poco todo eso a un tiempo. Ellos lo dicen más bonito: «Quintonil es una forma de honrar los ingredientes, las manos que los cultivan y la cultura que los cobija».
Un restaurante no solo es lo que contienen sus platillos. Es también un espacio-tiempo de relación con otros seres humanos que te atienden, te enseñan y te cuidan. Dios me libre de usar la temida palabra «experiencia», pero ya me entienden. La ceremonia alrededor de la mesa, las visitas, el tono desde el que se nos habla o se nos interrumpe, el proceder ni servil ni altanero, todo eso que conforma el rito de la mesa culta en la que hay que contar para que se revele lo que no se ve. Eso también es pura delicia en Quintonil. Saúl, Jesús y la familia entera no te atienden sino que te invitan a su mesa. Y uno sale reconfortado de aquella casa, feliz de que comprobar que amar comer, con o sin coma, sigue siendo uno de los regalos de la vida.