Columpios

Dejo comanda
Columpiarse es una forma de tantear el mundo. Balancearse en el aire, arriba y abajo, adelante y atrás, sin llegar nunca a un sitio definitivo. Un juego de niños, sí, pero también un ejercicio de confianza en la cuerda, en el impulso, en el punto exacto del giro. Lo fascinante no es solo el vuelo, sino ese instante suspendido en el aire, en el que el cuerpo pierde pie y la mente se permite creer lo improbable. Ese instrumento milenario, que ha inspirado obras de Fragonard, Watteau o Goya y al que Javier Mocoso dedicó un juguetón y erudito ensayo –Historia del Columpio, Taurus, 2021–, tiene también su trasunto en la hostelería.
En ese otro tipo de vaivén, más prosaico, uno no se lanza al vacío por placer, sino por cálculo, incluso por codicia. Se columpia el tabernero cuando se deja llevar por el impulso de subir los precios más allá de lo razonable. Cuando un establecimiento decide cobrar casi el doble que la competencia por un plato típico o cargarle un 500% a una botella de crianza que todo el mundo conoce, más vale que sostenga el balanceo sobre una cuerda sólida.
A veces se trata de un género excelente, un servicio ejemplar o unas vistas espectaculares. En ocasiones lo único que justifica el exceso es el prestigio adquirido a lo largo de los años: esa cara ilusión de disfrutar de algo que ya fue alabado por quienes gozaron de ello antes que nosotros. De todos los amarres posibles, es el más fino. Solo se sostiene por una endeble sensación de exclusividad, tan voluble como el gusto del público, que hoy aúpa a un restaurante, para mañana dejarlo caer. La cuerda amenaza con romperse al primer tirón.
El verdadero peligro de columpiarse no está tanto en el salto, sino en la soberbia de creer que no hay que ofrecer nada a cambio. Que el nombre impreso en la guía es suficiente para compensar una mesa incómoda, un turno ajetreado o un servicio displicente. La memoria del cliente es menos generosa que la nostalgia: cuando alguien paga más, espera más. Columpiarse al fin y al cabo es un arte de equilibrio, un tanteo entre lo que se da y lo que se pide. Si uno quiere cobrar como si volara, más vale que sepa mantener al cliente en el aire.

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