Quizás nuestra sociedad haya dejado de ser meramente postmoderna para ser simplemente mutante. Nuestros gustos y preferencias cambian más rápido que los propios virus. La velocidad endiablada de estímulos que recibimos a cada minuto acelera este cambio perpetuo. El mundo de los vinos no es ajeno a este movimiento. Vinos que hace unos lustros nos encantaban ahora ya no nos seducen. Obviamente hemos cambiado nosotros, los bebedores, no los contenidos de esas botellas. Pasados aquellos años funestos de extracciones intensas y de búsqueda de potencia en aquellos súpervinos que, por influjo de su principal defensor y rey midas del mercado terminamos llamando ‘parkerizados’, retornaron la frescura y una menor afección de las largas crianzas en madera. Atrás han quedado aquellos avainillados, toffees y ahumados que aportaban las barricas nuevas y que lograban que todos supieran un poco igual. Frente a aquellos vinos, que no pocas veces se elaboraban con más dedicación al trabajo de bodega que al de la propia viña, ahora buscamos los que tratan de expresar el paisaje del que son originarios y una botella se queda corta para dos amigos.
En Georgia, el primer lugar documentado en el mundo en el que se produjo vino, entre cinco y siete mil años atrás, el milagro de la Vitis vinifera vive un momento de esplendor. El vino constituye una parte sustancial de su identidad como país, de su historia y, por qué no, a la vista de la revolución que está ocurriendo en las dos últimas décadas, también de un futuro lleno de esperanza.

En ese privilegiado rincón entre Asia y Europa, entre el mar Negro y los Urales, con las condiciones de fríos inviernos y veranos soleados, las viñas viven en un paraíso y la biodiversidad es apabullante. Hay cientos de variedades, más de quinientas, muchas de las cuales estuvieron a punto de desaparecer por la imposición soviética de cultivar no más de cuatro muy productivas. Para hacernos una idea, solo en la región de Kakheti, en la que se produce tres cuartas partes de todo el vino de Georgia, hay diecisiete denominaciones de origen diferentes.
El ‘qvevri’
Georgia presenta muchas singularidades que la convierten en esa vieja-nueva Meca para la viticultura: el patrimonio varietal, la historia, la diversidad de climas y suelos, más de mil bodegas diferentes y también –quizás una de las más importantes–, el sistema tradicional de vinificación en vasijas enterradas bajo tierra, los ‘qvevris’, declarado por la Unesco patrimonio inmaterial de la humanidad. No todos los vinos que se elaboran siguen este procedimiento que consiste en el pisado de las uvas, la introducción en las tinajas del mosto, los ollejos y los raspones, el cerrado con cera de los ‘borgos’ o tapas, y en esperar, sin más intervención humana, a que el vino se haga solo y se clarifique por decantación.
Como decíamos antes, la principal característica de este país es la diversidad. No solo por las castas y los suelos, sino también por el clima. Si los afamados de la región de Kakheti podrían considerarse más continentales, los de regiones occidentales como Imereti o Guria, con influencias del mar Negro, más humedad y altitud, son mucho más frescos.
La industria y la artesanía vitivinícola georgiana miran cada vez más a Europa y elaboran además de blancos, tintos y naranjas –tanto a su estilo tradicional como al de vinificación que ellos llaman europeo– un sin fin de productos, incluidos los espumosos, y un orujo o grappa georgiana de alta calidad, el chacha, con el que se suele brindar en los banquetes o supras y que tuvo que convivir con el estigma de ser el licor favorito del georgiano más infausto: Josep Stalin.