Balances

Tribuna

Llegamos al final de agosto y ya se puede hacer un adelanto de cómo ha ido el verano para la hostelería. Un balance que, hablando con unos y con otros y a falta de esas cifras oficiales siempre triunfalistas, no parece ser muy positivo. En las zonas más turísticas, especialmente en las del sur, los restaurantes han trabajado, en líneas generales, bastante peor que en años anteriores.

 

En esos sitios donde en otras temporadas había que reservar mesa con semanas de antelación, incluso antes del verano, se ha podido encontrar un hueco incluso en el día. Hay excepciones, claro, pero no son la regla. Ha ocurrido en la Costa del Sol y ha ocurrido muy especialmente en Baleares. Me cuentan amigos donostiarras que por allí también se ha notado. Mucha menos ocupación de la esperada a pesar de que cada vez hay más visitantes. Y no sólo en España. El diario Sud Ouest daba cuenta hace unos días de las amargas quejas de los hosteleros de San Juan de Luz por la notable bajada de clientes y  la mayor cantidad de gente que comía en la playa. Lógicamente nadie quiere renunciar a las vacaciones, aunque a la hora de comer, en lugar del restaurante, convertido para muchos en un lujo, haya que pasarse por el súper más cercano para comprar los ingredientes de unos bocadillos que luego se comen en la playa, en el apartamento alquilado por unos días o en esas autocaravanas convertidas en una verdadera plaga, principalmente en el Cantábrico.

 

Los hosteleros se desesperan, pero qué se puede esperar cuando la demanda crece muy por debajo de la oferta. La tarta es la misma, las porciones más pequeñas. Y, sobre todo, qué se puede esperar cuando la clase media, la que de verdad llena los restaurantes, pierde año tras año poder adquisitivo, con un IPC que ha subido un 23 por ciento en pocos años y una carga fiscal que supera el 15 por ciento. Hablemos claro: no hay dinero. Y sin embargo los precios en la hostelería siguen subiendo a pesar de que el suyo es el primer sector que se resiente. Pero las materias primas se encarecen y los costes de mantenimiento se disparan. El panorama se complica con la cada vez más preocupante falta de personal en un país en el que las subvenciones y las pocas ganas de trabajar están haciendo mucho daño. El otoño que llega pinta negro. Veremos.

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