Alfredo Egia / "Bebo cerveza; el vino de los bares no me sienta bien"

Hace apenas 5.000 botellas en 4 ha. de viñedo sobre cayuela en Balmaseda. Naturales, sanos, sin intervención e inencontrables aquí

Julián Méndez

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Tuve que preguntar quién hacía aquel vino.

 

Estaba en la cava junto a la cocina, y me había llamado poderosamente la atención su etiqueta de color azul y el nombre, Izaki, sobre el que Jonathan Hernando, del Cork, había escrito el precio con grandes números de tiza blanca: 7,20 €. Una cifra casi disuasoria, pero este oficio que me hace perseguir personajes e historias fuera de norma, merecían el riesgo y el dispendio.

«Es un blanco hecho con uvas de txakoli -Hondarrabi Zerratia (Petit Courbu) e Izkiriota Txikia (Petit Manseng)- por alguien que está fuera de la D.O.», me lo presentó el hostelero. ¡Bingo!»Un rebelde», pensé. La verdad no suele recorrer las veredas transitadas. En el fondo de aquella copa Riedel podía haber una historia.

 

Era un blanco fresco, mineral, poderoso y sorprendente, como tensionado por fuerzas desconocidas, telúricas… y hecho con uvas crecidas en las laderas abruptas de Balmaseda, en un paraje llamado Los Atravesados, por un tipo menudo de Zalla con ojos azules. Tardé casi dos años en poder hablar con él.

 

Se llama Alfredo Egia Cruz (55) y es más fácil encontrar sus botellas en Milán, Nueva York, Londres, Hong Kong o París que en España. Egia, además, consuma el milagro de vivir, bien que modestamente, con las apenas 4.000 botellas que elabora de Izaki («criatura, el que es») y con el millar de Rebel Rebel («la rebeldía de los niños»), más que una etiqueta, «auténtica Naturaleza». «Hago pocas botellas y hay que venderlas más caras», concede.

 

«Cultivo cuatro hectáreas, dos de ellas con viñas en lira. Plantas en pendiente del 15% al 30%, en ecológico, sin fitosanitarios y apostando a tope por la microbiología del terreno, por levaduras autóctonas y por largas fermentaciones espontáneas», me explica sobre el suelo de lajas de cayuela, una piedra sin salinidad, común a la mayoría de viñedos de Bizkaia.

Alfredo Egia / «Bebo cerveza; el vino de los bares no me sienta bien» 0«Las raíces de la viña penetran la cayuela para buscar humedad. Eso las hace muy resistentes al estrés hídrico», me dice en este paraje singular buscado a conciencia. «A mi padre, Serafín, que tenía nombre de espíritu celeste, le encantaban la huerta y las viñas. Hasta que se lo llevó un tumor cerebral en nueve meses trabajó como director administrativo en Agemasa, agencia de consignaciones navieras en Alameda Rekalde. Su pasión era quitarse la corbata y trabajar su pequeña huerta. Se hizo una casa en Zalla y en el terreno puso viñas: la americana del nueve, variedades productivas híbridas que sustituyeron al viñedo propio de Bizkaia a finales del siglo XIX y principios del XX, anteriores a la D. O. y hoy, prohibidas. Hacíamos txakoli; 800 botellas para casa. Estudié Ingeniería Técnica en Valladolid y un máster en Viticultura y Enología en Barcelona. Mi trabajo fin de carrera se llamó «Creación de una Explotación Vinícola acogida a la D. O. Bizkaiko Txakolina». Yo lo tenía claro», ríe. «Y, a mi padre, le dio mucha alegría que yo me dedicara a hacer vino», suspira.

 

Estamos en territorio Egia, a las afueras de Balmaseda, «Villa txakolinera durante siglos, seguramente en las laderas Norte», en un paraje conocido como Venta del Sol. «En cuanto vi este terreno dejé de buscar porque era el Niño Jesús. Como decía aita, «la niebla: Zalla, París y Londres, por ese orden». Y aquí siempre hace sol. Compré este terreno, que eran prados y pinares, en 2001 con una hipoteca porque quise recuperar la actitud vinícola de estas laderas. Tengo poco más de cuatro hectáreas plantadas en 2001 y 2006″.

 

«Me comunico con mis uvas»
Bajo el castillo de Balmaseda, junto al lugar donde se están excavando las ruinas de la fortificación «más antigua de Bizkaia», ha puesto también Egia 2.000 cepas de Cabernet Franc (o Berde Sarie) con idea de hacer un vino tinto que llamará Gaztelupe (bajo el castillo) o Muñoa. Y Egia, conectado sutilmente con la Naturaleza a la que cuida para que le entregue vida encerrada en una botella, me habla de «mamua», el fantasma; de meditación y oración, de ecos intangibles que cortejan su vida y de ese espíritu del padre difunto que le acompaña en cada momento y que se manifiesta, dándole su aprobación de formas tan diversas como un soplo de viento, un trino o un trueno lejano. Un código de señales que sólo ellos entienden.

«Mi intención siempre ha sido hacer vinos especiales. Creo que en cada una de mis botellas existe una energía mental importante. Considero que yo estoy dentro de cada botella de Rebel Rebel, detrás de ese dibujo de una niña decidida columpiándose al borde del equilibrio. Es un proyecto muy personal por el que he dejado de hacer muchas otras cosas y al que me he entregado totalmente. En el cultivo de las viñas soy yo, estoy yo. Me comunico con las uvas de manera sutil».

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-¿Qué bebe?
-Tomo vino todos los días. Pero en los bares bebo cerveza porque muy pocos vinos me hacen bien. Blancos no pido porque me dan dolor de cabeza. El tinto joven me gusta bastante. Pero la mayoría de vinos de barra son muy artificiales y no me sientan bien. Huelo esa piña, ese plátano de los vinos blancos hechos con levaduras añadidas y tanta intervención… no me van. Los veo muy artificiales. Bebo mis vinos y los de otros productores de vinos naturales como los míos, de uvas que no llevan tratamientos fitosanitarios, sin apenas sulfitos. Son vinos sanos, que sientan bien. Tienen algo dentro que es inmediato, evidente y que, si tienes la sensibilidad suficiente, notas desde el primer sorbo.

 

-Entonces, ¿por qué vinos pagaría?
-Me gustan los vinos que huelen a Naturaleza de verdad, que no son sintéticos. Que tengan esos tonos de agua de manantial con hojarasca, vinos que se sienten, que tienen cuerpo, estructura y salinidad, con aromas que resuciten la Naturaleza. Y eso te lo dan las levaduras naturales y el ahumado de las barricas.

 

-El vino es cultura…
-Es un producto cultural humano; no hay otro cultivo en que el hombre ponga tanto empeño en dignificarlo, en hacer tantas elaboraciones tan diferentes y con tanta variedad de aromas. Lo más parecido sería el queso, otro fermentado. Yo vendimio y dejo que la fermentación se produzca de forma espontánea. Cuando llega el frío se ralentiza y se detiene hasta que vuelve a subir la temperatura; mis vinos pueden fermentar un año entero.

 

-Trabaja con sus normas, sin ataduras.
-No quiero que de la sensación de que soy un renegado. Sólo soy alguien que está buscando su camino personal y cuyos vinos son difíciles de encajar en cualquier D.O. He estado dentro y entiendo su labor. No pasa nada; yo soy un verso libre. Embotello fuera y mis vinos aparecen como Vin d»Espagne. Hago vinos de mi entorno, que son vinos de frontera. Me da igual si las uvas son de Bizkaia, Cantabria o Burgos. Con esto sobrevivo.

 

-¿Cómo forma su gusto?
-Antes cataba grandes riojas. Hoy soy de «me gusta, no me gusta». En Zalla, siete amigos formamos el grupo de cata Sollano Wine Club y nos juntamos para probar cosas. Llevamos 17 años haciéndolo. Uno de ellos es el cocinero Jon Iztueta, de la Escuela de Hostelería de Leioa. Hay grandes añadas que son objeto de deseo, botellas de 3.000 €. Para mí es una ridiculez. Son etiquetas que dan caché, pero es un concepto puramente especulativo: no hay nada en ese vino que valga tanto… salvo el deseo de poseerlo al haber pocas botellas.

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