Descanso mental

Dejo comanda
El verano baja el telón en septiembre y en las calles muda el paisaje humano. Los pañuelos de las fiestas populares dan paso a gabardinas y paraguas; los grupos de turistas se retiran ante las carretillas de repartidores que aprietan el paso; y las pizarras con menús en inglés se van borrando con la lluvia, mientras regresan el cortadito rutinario y el pincho de tortilla de media mañana.
Algunos restaurantes aprovechan estas semanas ambiguas, de tregua entre temporadas, para bajar la persiana unos días. En la puerta de uno de ellos veo un cartel que reza: “Cerrado por descanso mental.” No es que el tabernero haya sido ingresado en un psiquiátrico o esté de retiro en un monasterio budista. Él mismo aclara, a renglón seguido, que solo está “de vacaciones”, pero por alguna razón se ha visto empujado a especificar que no busca solo aliviar el cansancio físico, sino alcanzar por unos días la paz mental que le ha sido hurtada durante el frenético mes de agosto.
La exigencia del oficio no se mide solo por los kilómetros que acumulan las piernas hinchadas, el dolor de espalda de pasear la bandeja o las cicatrices del cuchillo. El verdadero desgaste, quizá imperceptible pero no menos profundo, viene del sudoku interminable de comandas, de las peticiones caprichosas, los proveedores que no cogen el teléfono, el caos en el libro de reservas o el encaje de bolillos de las libranzas.
Quien piense que se trata de una actividad puramente física –traer y llevar platos– es que no se ha puesto jamás un delantal. Exige un esfuerzo mental y emocional que, después de un largo verano, puede quebrar el ánimo de cualquiera. Quizá por eso, estos días, entre los bares que siguen abiertos, encuentro también algunos ojos esquivos, sonrisas mohínas, gestos alicaídos. Como si mendigaran con la mirada ese sosiego que su compañero se ha concedido con una nota y un pestillo.
Porque cerrar el restaurante no es solo bajar la persiana: es paladear el silencio, mirarse al espejo sin uniforme, recordar que el mundo existe más allá de la barra. Es, en definitiva, recuperar las ganas de volver. A ser posible con una sonrisa en los labios y dispuesto a servir la siguiente ronda.