Está pasando en la Plaza Nueva de Bilbao, en la Plaza Mayor de Madrid y, seguramente, en muchos otros enclaves turísticos. Los hosteleros se niegan a servir café en la terraza si antes no se ha pedido algo sólido. Ni cortaditos solitarios ni infusiones contemplativas. En la villa los ánimos andan caldeados, pero me imagino a Ana Botella revolviéndose en el sofá. Ella, que vendió al mundo aquella ‘relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor’ como reclamo olímpico, ¿se acuerdan?
Pues de relajarse, nada. El metro cuadrado de terraza está por las nubes y muchos negocios han dicho basta a las tertulias interminables tacita en mano o a apalancarse con un cortado y el periódico toda la mañana. Aducen, y no les falta razón, que la cosa no es rentable, por mucho que el café roce ya los dos euros, alguno más en esos escenarios de postal.
Hagan cuentas. Los alquileres en zonas turísticas están disparados. La mano de obra, escasa, resulta cada vez más cara: tener a un chaval atendiendo mesas a jornada completa para ganarle unos céntimos a cada ronda de cafés es un suicidio económico. El precio del grano escaló a máximos históricos hace unos meses y, aunque la taza ha subido, no lo suficiente como para repercutir todo el coste. Otro detalle: el café no abre el apetito como una caña o un vermú, así que la esperanza de que sea la puerta de entrada a una comanda más larga se esfuma.
Está claro que los hosteleros no pueden gestionar sus asientos como si fueran bancos del parque. Y es de sentido común que tampoco deberían usarse como tal. Algunos aseguran que, cuando pase la temporada, volverán a servir café a “los clientes de siempre”. Si es que vuelven, claro. Porque en ese cálculo en busca del máximo beneficio parece olvidarse una variable esencial.
El que hoy se toma un solo mientras hojea el periódico, mañana puede llegar con un grupo de amigos y pedir tres rondas de cañas, unas bravas, dos de croquetas y una tablita de jamón. Si el primer día se le despachó de la terraza por no hacer suficiente gasto, dudo que repita. Al fin y al cabo, la hostelería –la buena, no los artefactos caza turistas que colonizan nuestras plazas– se sostiene sobre una máxima infalible: conseguir que la gente vuelva.