Óscar Sierra, como buen caleño y vallecaucano, es amante de los fritos y del dulce, pero con las verduras siempre se mantuvo a una distancia prudencial. Toda esta aventura empezó con el empeño de su esposa, Yurany López, rumiando de qué manera introducir el consumo de vegetales en el hogar conyugal. Sin previo aviso, Yurany preparó un postre con berenjenas para que Óscar se lo llevara al trabajo. Pasados unos días siguió otra preparación dulce con remolacha y, ante la fascinación del paladar de su esposo, las elaboraciones fueron evolucionando. Incluso vieron la posibilidad de iniciar un negocio gracias ante el comentario de la mamá de Yurany: “¡Ay, ustedes deberían vender esto en diciembre, para las anchetas y las fiestas de Navidad! ¡Sabe muy bueno!”
Un dulce giro
Ambos ríen recordando el giro que dieron sus vidas al tiempo que cada vez más gente demandaba sus mermeladas de verduras. López viene del mundo de la publicidad, y eso les ayudó a detectar que les faltaba una historia, un concepto y una estrategia para sumar a las distintas recetas que iban creando.
La agroecología, no tan conocida y diversificada en aquel ya lejano inicio del 2012, se les cruzó inicialmente en el camino por su voluntad de comer más saludablemente en casa. Tras un tiempo de investigar, documentarse y navegar por páginas web foráneas sobre ese nuevo concepto, dieron con un mercado agroecológico campesino que por aquel entonces recién había abierto en el Impact Hub Bogotá, ubicado en el inquieto y gastronómico barrio de Chapinero. Allí empezaron a conversar con productores y consumidores, aprendieron de dinámicas alrededor del alimento y se inició la construcción conjunta de puentes con el objetivo de visibilizar el trabajo de los campesinos.

“Allí conocimos a doña María y don José, nuestros primeros productores de fresa y de algunas hortalizas y hierbas en su huerto urbano del barrio La Perseverancia”, recuerda Yurany con cariño. Fueron asiduos compradores en aquel espacio de mercado durante meses, hasta que se plantearon la posibilidad de ser parte como productores exponiendo sus productos. A finales de 2012 contaban con cinco sabores y le apostaron a crecer como colectivo. Óscar apoyó al mercado con trabajos de publicidad y marketing para ganar visibilidad; Yurany se dedicó a la creación de nuevos sabores, a contactar con otros productores agroecológicos, y ambos a intentar hacer despegar la nueva realidad de empresa familiar.
Vermeladas
La letra M que inicia la dulce tradición de conservar frutas, se convirtió en la letra V que abandera ahora aquellas verduras que a Óscar le costaba comer y que Yurany se atrevió a transformar en una nueva manera de consumirlas.
Vermeladas se ha consolidado como marca y como negocio tras 12 años de andanzas. Hoy ofrecen más de diez sabores, algunos siempre disponibles y otros que lanzan como ediciones especiales según mercado. Sus tarros de cristal atesoran combinaciones untables tan ricas como sorprendentes. Recuerden lectores: ¡Verduras! Entre mis favoritas: la de berenjena asada, que me transportó a los domingos familiares de escalivadas monumentales en mi Barcelona natal; la de uchuva (physalis) y cáscara de naranja es imperdible para desayunar; la combinación de remolacha y canela se ha convertido en la compañía ineludible para los quesos; el tarro de manzana, espinacas y albahaca es el nuevo giro para pastas y pizzas; con la de pera y cerveza el cerdo asado no ha vuelto a ser aburrido; y la de ají rocoto y guatila (chayote) es el toque picante para casi todo.
Para atrevidos de nuevas emociones, Yurany y Óscar me recuerdan la Vermelada de pimentón y mango especiados, la de zapallo y cacao, y la de mango, chía y eneldo. Esta “famiempresa”, como les gusta llamarla, se ha convertido en un laboratorio vivo de experimentación constante con los alimentos para convertirlos en mezclas deliciosas. Además, don Víctor López, el papá de Yurany, se unió al proyecto hace tres años. Esta familia se extiende a sus proveedores agroecológicos que cultivan en varios departamentos del país: Madrid, Fusagasugá y Chía en Cundinamarca, Santa Sofía, Tasco y Jenesano en Boyacá, La Unión en el Valle del Cauca y diferentes poblaciones del Caribe colombiano. En cuanto al edulcorante, solo endulzan con panela orgánica certificada proveniente de Villate en Cundinamarca; Panela Don Pedro, tercera generación de la familia Guillén que continúa con el oficio panelero.

“El compostaje de nuestros residuos lo desarrollamos en Pacas Digestoras Silva, un trabajo comunitario que realizamos en huertas urbanas en la localidad de Engativá, localidad ubicada en el noroccidente de Bogotá. Nuestros residuos vuelven a la tierra, el final que cierra el círculo virtuoso que es lo que busca la agroecología, más allá de un cartel comercial o de moda. Y además, somos Negocio Verde certificado por la Secretaría de Ambiente de Bogotá, incorporando buenas prácticas ambientales, sociales y económicas” apunta orgulloso este matrimonio.
Mercado de la Tierra
Aquel mercado que los recibió como clientes y que los convirtió luego en productores creció, se reorganizó y consiguió un equilibrio económico agrupando esfuerzos colectivos para mantenerse vivo año tras año. Yurany se puso al frente de lo que llamaron Equipo Motor del Mercado de la Tierra Slow Food, la operación se renovó, hubo cambios, reformas y adquisición de equipos. Óscar continuó con las tareas de visibilización y promoción del espacio. Hasta que llegó la pandemia.
Tras ese golpe planetario, López no lo dudó y se puso al frente del mercado, ya con mayúscula. Ese año trabajaron a puerta cerrada y el comercio se concentró en lo virtual y en las entregas a domicilio. “La apuesta fue dura y arriesgada. No podíamos cerrar el mercado y debíamos mantener la economía de toda la comunidad” recuerdan taciturnos “A finales de ese año reabrimos con una visión muy diferente de cómo debía operar el mercado y ahora, desde mi cargo, se replanteó nuevamente todo el modelo de negocio para soportar realmente el trabajo que significaba coordinar todo este ejercicio y el gran potencial que todavía tenía por explotar” se anima López en su relato.
La unión con el movimiento Slow Food Colombia, liderado por Antonuela Ariza del restaurante Mini-mál, se convirtió en el punto de inflexión que andaban buscando. “Fortalecimos las actividades pedagógicas, las charlas profesionales y los eventos culturales. La filosofía de alimento bueno, limpio y justo se divulgó por la capital. Creció la oferta de productos y enfocamos la curaduría de productores hacia los alimentos nativos, las preparaciones tradicionales y la alimentación diversa sin etiquetas. Reestructuramos los acuerdos de comunidad para trabajar más como colectivo y dimos espacio para trabajar más en alianza con otras organizaciones con el objetivo de promover conocimiento de calidad en temas tan importantes como el reconocimiento de nuestra agrobiodiversidad” relatan Yurany y Óscar.

El Mercado de la Tierra volvió a cambiar de ubicación y actualmente abre sus puertas todos los domingos en Casa Lolita, un caserón de arquitectura inglesa, restaurado y esquinero en el cruce de la calle 70 con carrera octava del barrio de Quinta Camacho. “El Mercado de la Tierra ha sido un ejercicio que ha caminado a la par de Vermeladas en nuestras vidas. Ha sido un puente de oportunidades, aprendizajes y conexiones, que nos ha permitido entregarnos por completo. Estar allí nos ha enseñado, una y otra vez, el valor de la constancia y la consistencia, la coherencia y el compromiso con iniciativas como la nuestra. Vermeladas ha crecido con el Mercado y el Mercado ha sido también hogar para nuestras convicciones” afirma Yurany.
Finalizo esta crónica con las palabras de Lorena Guillén que, sentada junto al trapiche panelero de su familia, define Vermeladas de manera entrañable y justa: «Reconocer el trabajo de la otra parte». «Esto que nosotros hacemos no solo es nuestro esfuerzo», explica. «Es también el trabajo de otras personas que hacen otros esfuerzos, que se enfrentan a otros sacrificios y retos para que este producto llegue a sus casas.”