Zuccardi, el método de la montaña

Siempre inspirador, el trabajo de Sebastián Zuccardi marca una brújula y una fotografía actual de la búsqueda del vino argentino. Sin pretender ser un método, termina develando una ética y una forma de mirar el potencial de los vinos de montaña.

Mariana Gianella

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Vinos de montaña, gente de montaña. Para Sebastián Zuccardi esa cosmogonía marca 100% al vino que allí nace. Es una brújula que ordena su cabeza. Imaginen una pirámide que baja desde el Valle de Uco hasta el último recorte de un viñedo, una forma de desagregar la montaña en forma de vinos. Pueblos, parajes, fincas y parcelas. “Ordenar cuando hacemos vino es fundamental, porque todo lo que hacemos tiene que tener una lógica y una coherencia”. No hay un vino top, segundo y tercero, hay seis vinos de fincas diferentes y luego una deriva minuciosa hacia parcelas que se vuelven únicas. La forma de entenderlo, dice, está en los pies: “Los vinos que hacemos se entienden caminando el viñedo”.

Ese es el tono. No buscar la perfección sino lo que es único. Repetir en el detalle hasta entender lo mínimo. “La única forma de llegar a un nivel de precisión alto es con la repetición en un sentido” afirma. Volver sobre las mismas filas, las mismas decisiones, afinar los porqués. Saber por qué se hace cada vino, porque cuando el mapa se organiza, los pilares se vuelven claros. En este sentido el método de la montaña se trata de un gran ejercicio de elegir las variables propias que en este caso parecen ser cuatro: el lugar, la precisión,  la interpretación y la repetición.

La cordillera es el pilar que constituye el lugar: es eje, identidad y regla. “Somos gente de montaña”. Zuccardi detiene la mirada en algo que suele pasarse por alto, “el paisaje no es solo una foto, también es vegetación nativa. Para entender el viñedo hay que entender el bosque, los bordes, lo que ocurre afuera del alambre. La respuesta de un viñedo rara vez está adentro, se arma alrededor”. Luego el clima, fresco o frío según altura y cercanía a los Andes, sin moderación oceánica, con mucha luz. La luz como energía o como riesgo, según cómo se la maneje. Y los suelos, aluviales, caóticos, únicos en el mundo por cómo combinan granito y carbonato de calcio en el Valle de Uco, por la diversidad que aparece en distancias cortas, por esa mezcla que no se repite. “El lugar no nos garantiza nada”. La diferencia está en la interpretación.

El segundo pilar es la precisión. Investigación y desarrollo para acelerar el conocimiento, una definición de estilo que se reconoce de vino en vino, un hilo coherente que funciona como huella digital. “No hay otra forma de hacer grandes vinos que con detalle”. Empujar al límite requiere saber hasta dónde puede llegar una finca determinada. El vino pide botella, no al revés. La perfección no existe, pero el perfeccionismo entendido como cuidado de cada micro-decisión, sí.

Tercer pilar, la interpretación. Transparencia y pureza, pero con más trabajo. Procesos simples, caminables año a año. “La simplicidad es la máxima sofisticación”-Afirma la filosofía de Sebastián. Decidir cosecha con información del viñedo, tocar la planta, leer la exposición de los racimos, ajustar la verificación con lo observado. La bodega como consecuencia de lo que sucede afuera. “Las decisiones más importantes se toman en el viñedo”.

 

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El cuarto pilar es el método. La repetición virtuosa, una ética de la lentitud y la paciencia. “El resultado a largo plazo es más importante que la velocidad”. La copia, dice, mata la vitivinicultura. “Es mejor un productor radical que un imitador prolijo”. La pregunta neural que lo cambia todo la trajo Nietzsche hace mucho tiempo, nunca es el cómo o el dónde, siempre es el quién. La toma de decisión de una persona es tan compleja e irrepetible que imitar no solo no alcanza, sino que es vano e inconducente, ya que la complejidad que hace que una persona decida algo, no es replicable bajo ningún aspecto. La mirada es el método.

Desde esta base, el estilo se vuelve una consecuencia. Evitar la dulzura fácil de los vinos parece tarea sencilla pero no lo es bajo el estridente sol mendocino. Buscar vinos tensos, que terminen con acidez, salinidad y jugosidad dentro del contexto de los Andes es de una extrema precisión. “Desgrasar”, como dice Sebastián, no implica adelgazarlos, sino sacar lo superfluo para que lo esencial flote sin peso muerto. “Sacarle cosas para que se vea el lugar, no sacar el lugar”. En un clima de mucha luz, los alcoholes no bajan por decreto, es lógico que se mantengan en los 14 grados, por eso el objetivo es que la intensidad no sea sinónimo de pesadez. Que la textura se sostenga sin ‘grasa’, y que la boca se apoye en una columna vertebral.

La búsqueda de la cordillera en la copa ocurre finca por finca, parcela por parcela. La diversidad del Valle de Uco no parece ser una moda sino la consecuencia de varias décadas de observación. Si Canal Uco expande, Piedra Infinita, contrae. En Altamira, las noches muy frías, y la amplitud térmica alta, dan estructura tánica sin excesos, lo que permite un uso deliberado del raspón para erigir la columna del vino, evitando el gesto técnico que tapa el lugar. En Gualtallary, a los pies de las Lomas de Jaboncillo, los suelos antiguos de mucha arena, piedra y caliche, permiten un manejo que empuja a la planta para que no se achique bajo una luz intensa. La conducción es una respuestas al lugar, y no al revés. No hay un sistema mejor, hay decisiones que encajan o no con las pendientes, el agua y el vigor.

La variedad, en ese marco, es un vehículo. Y la historia convierte al malbec en el más diestro para mostrar el lugar, más que por esencia, por adaptación. “Es una selección masal de generaciones” en un marco de diversidad genética que sabe leer matices, y que es mejor que un recorte clonal que empobrece la respuesta. Otra vez, el quién y el dónde por encima del cómo estandarizado.

 

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Las cinco revoluciones del vino argentino que Sebastián Zuccardi enumera ordenan este presente. Primero, fue la del lugar. “El vino tiene que decir de dónde viene, ya nadie puede hacerse el distraído”. La segunda y tercera, fueron romper los límites y abrir la diversidad de estilos, ir más al norte y más al sur, más alto, más frío, dejar atrás la hegemonía concentrada, dulce y amaderada cuando ese lenguaje no conversa bien con los 1.400 metros. La cuarta revolución es la de los blancos: “Lo que está pasando no es una moda pasajera”. Y la quinta, es el potencial de guarda de esos vinos trabajados así. Los vinos de parcela de Zuccardi cuentan ya con botellas de 10 años que sorprenden. El futuro cercano puede traer revelaciones que hoy solo intuimos. Si bien no es sorpresa que los vinos argentinos puedan atravesar el tiempo con hidalguía, es sorprendente el resultado en blancos y tintos que se focalizaron una década en mostrar el lugar.

Por debajo de esas revoluciones hay que ecualizar finamente  la variedad con el lugar, y eso lo define la vinificación. En San Pablo, por ejemplo es necesario cerrar y fermentar, con una crianza protectiva posterior. En Altamira, la tarea es la de abrir y dar oxígeno a una variedad que lo pide. La misma receta no funciona en todas partes. Si se cambia de parcela sin cambiar el método, el resultado pierde el eje.

¿Argentina está lista para los vinos por añadas?

La respuesta se apoya en un inventario honesto de lo vivido. 18, 19, 21 y 22 fueron años frescos. 2016, el más frío. 17, 20 y 23 cálidos. Hay aprendizaje y hay decisiones acertadas en años difíciles. También un movimiento hacia embotellar más joven con mejores prácticas. Y una idea madre, preservar la luz. Cuando un productor puede contar su pirámide de lugar, cuando sabe qué saca para que el sitio se vea, cuando entiende por qué usa o no el raspón, cuándo abrir y cuándo cerrar la crianza, entonces la añada deja de ser un dato accesorio y se vuelve protagonista. La añada importa en la medida en que la interpretación del lugar es veraz y repetible.

También hay mitos a derribar. El tamaño del productor no garantiza nada. “Está lleno de productores pequeños haciendo vino industrial y grandes bodegas pensando en el detalle, en el lugar”. Pie franco, viña vieja, gobelet. Ninguna etiqueta asegura por sí sola un gran vino. La pregunta es quién está interpretando y tomando las decisiones de cosecha. Quién define la conducción. Quién se anima a ir más lento. Quién acepta que el hormigón no te da nada por sí mismo. Quién apuesta a un vivero que trabaje selecciones masales.

 

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“Pudimos hacer esto porque tuvimos libertad. No había prestigio que defender”. Hubo que aprender a contramano de ciertos reflejos. En la copa se zambulle la vida de Sebastián, la tercera generación de los Zuccardi. Vinos con tensión, sin dulzura golosa, una jugosidad que respira salinidad. Alcoholes que no piden perdón y una trama desgrasada. La piedra aparece más que el roble. El clima pesa menos que la mano. El lugar habla más que la técnica. Si Argentina está lista para los vinos por añadas, lo está en la medida en que sostenga sus modos de mirar. Con un orden anclado en gestos de territorio, con pilares innegociables. Con una ética que elige quién antes que cómo. Con vinos de montaña hechos por gente de montaña, que cuentan desde el primer sorbo dónde están parados. Y por qué.