Viva Calanda, viva la libertad!

Un Comino
Hay algunas normas opresoras que se prolongan durante siglos. Otras que llegan silenciosas por la puerta de atrás, cuando no de frente envueltas en banderas justas y hasta liberadoras. Contra las primeras es fácil prevenirse. Las segundas, sin embargo, empiezan como una bocanada de novedad, pero al cabo del tiempo aprietan y aprietan como una boa constrictor. La cocina no ha vivido nunca ajena a los dictados de cada época, más bien al contrario, ha sido y es un espejo de lo que en cada momento pasa en la sociedad de turno. Lo que hoy está cargado de sentido mañana puede tornarse en un grillete.

Las teorías defensoras del kilómetro cero, del consumo de productos de cercanía, como prefieran llamarlo, llegaron por oposición a las ideas que propugnaban la cocina de  la creatividad sin límites y los más excelsos productos del mundo, vinieran de donde vinieran, y en pocos años ocuparon el orbe ideológico mundial de los fogones.

Andando el tiempo, defender desde un restaurante el mejor hamachi, aunque venga de Japón, o el cordero presalé antes que el segureño empezó a estigmatizarse por todo el colectivo. No le dieron palos ni nada a Paulo Airaudo cuando decía estas cosas en San Sebastián. Anatema! Los comensales de los grandes restaurantes podían recorrer el mundo en avión privado para comer en Copenhague y volverse a Nueva York, pero luego el troncho de la lechuga tenía que convertirse en una bebida fermentada en pos del ‘zero waste’. No es que yo esté en contra de aquellos que creen en su aportación al planeta desde su actividad del día a día, pero sí rechazo a aquellos que se envuelven en la toga de jueces y critican a quienes ven las cosas de otra manera. A los restaurantes gastronómicos pocas veces vamos a quitar el hambre y no es raro últimamente tener que tragarnos bebedizos o platillos ‘reguleras’ por el hecho de que son éticamente impecables.

El titular que preside este artículo es una llamada a la libertad, a la posibilidad de que cada uno haga de su capa un sayo, cocine lo que quiera y que libremente juzgue y actúe el comensal, rey de reyes,  eludiendo la casa que considere por cuestiones culinarias o éticas.

La historia comienza en Andorra un día de septiembre cuando un joven cocinero pirenaico, con maneras y prometedor futuro por delante, escuchó hablar en el backstage del congreso Andorra Taste a un veterano, a uno de los más finos del país, nacido en Cataluña pero reabsorbido en Andalucía de donde proceden sus genes, quién además del talento para cocinar tiene el de arremeter contra todo aquello que huele a imposición. El veterano no tiene pelos en la cabeza ni en la lengua y ante lo que escuchaba en el escenario salió con una aparente bravuconada cargada de sentido. Con otras palabras más gráficas que las mías dijo: «Ni kilómetro cero ni leches. Yo cocino lo que me sale de las meninges», ya me entienden. No es la primera vez que lo dice ni la última, pero ese día su sentencia caló en aquel joven pirenaico hasta el punto que en otro encuentro que tuvimos, un año después, me dijo que aquella frase le había cambiado la vida y su soltura al cocinar. Que se sentía más libre, que ya no sentía que hiciera algo malo por no cocinar solo truchas, potro y berzas de la montaña.

Cada vez que me encuentro con el veterano, de nombre Benito Gómez, terminamos hablando de la necesidad de abrir la trampilla y que corra el aire. ¿Qué vida van a tener los cultivadores o criadores de los mejores productos del mundo si todos compramos solo el que ha nacido al lado de nuestra casa? ¿No tienen acaso derecho también a vivir del campo como los demás? ¿Acaso nadie va a comprar los melocotones de Calanda porque no son de su pueblo? Y ahí, en esa frase, es donde nace el espíritu  de este artículo y el grito que compartimos ambos cuando nos vemos y que amenaza en convertirse en camiseta: ¡Viva Calanda!
Decirlo en voz alta no es diferente a clamar viva la libertad, que la podamos vivir todos.

Rápido como las liebres, Benito dice que los humanos llevamos comerciando toda la vida y que si no hubiésemos llevado los productos de un lado a otro vete a saber dónde estaríamos o quiénes seríamos hoy en día. Así que, queridos cocineros, cocineras, taberneros, hosteleros y gentes del gremio, tomen la decisión que consideren al respecto. Ayudar a los del pueblo no quiere decir no mirar ni comprar a otros que hacen las cosas bien o incluso mejor, lo mismo que les compramos coches a los alemanes. Para chauvinistas a ultranza ya tenemos a Donald Trump.

Las cebollas moradas de mi pueblo son de las mejores que he comido hasta la fecha, lo digo con orgullo, pero por más que familiares y amigos me ensalcen los tomates de sus huertas, la verdad, los he comido mejores en Andalucía y Cataluña y también en México. ¿Por qué no voy a hacérmelos en ensalada? ¿Acaso los supermercados no nos venden lentejas de Canadá y almendras de USA sin decirlo?

Yo, como Benito, abogo por una mayor tolerancia y menos juicios morales.
¡Viva Calanda!