Restaurantes con alma, restaurantes desalmados

La verdad de la milanesa

A la hora de criticar un restaurante, es posible imaginar una suerte de excel, una planilla con ítems para chequear: la limpieza, los tiempos, la temperatura de los platos, la ventilación del lugar, los precios, la calidad de los ingredientes, la creatividad, el sonido ambiente, el confort, la coherencia, y tantos más etcéteras. En principio, cuántos más renglones de esa lista obtengan buen puntaje, mejor será la valoración global del restaurante. Pero hay algo que ningún listado incluye; algo etéreo, vaporoso, inasible, y que aún así, ranquea entre lo más importante que un lugar debe tener para ser realmente bueno. Ese algo es el alma. 

 

El alma. ¿Un concepto metafísico aplicado a un espacio, a un conjunto de personas, a una cocina y sus fuegos, a sus sabores y sus productos? Suena absurdo. Pero los que amamos salir a comer lo sabemos: hay restaurantes con alma y hay restaurantes desalmados. Percibir esta delicada pero definitiva grieta hace que adoremos un lugar y olvidemos otro

 

¿Cómo definir entonces si un lugar tiene o no tiene alma? No encuentro una respuesta única, pero sí aproximaciones, características que facilitan que un lugar tenga alma, se trate de un fine dining o de un viejo bar de esquina. Ninguna es una condición necesaria, tampoco una condición suficiente, pero ayudan, vaya que sí. Acá, un intento de aproximación racional a un concepto que, por su propia definición, es irracional. 

 

La historia. 

En un restaurante, una cafetería o un bar, tener décadas de vida por detrás ayuda a tener alma. Las paredes agrietadas, la barra que deja traslucir los años, las fotos avejentadas en las paredes, los camareros que son parte del mobiliario, las recetas que desafían modas, todo esto es un empujón para el alma, un aliciente para su existencia. No extraña que tantos gastronómicos migren a estos lugares viejos, los intenten recuperar, los compren para sus nuevos proyectos, aprovechando esa historia a su favor. Pero, cuidado: pocas cosas son más desalmadas que estrujar el pasado para convertirlo en una escenografía vacía. 

 

Los dueños.

Lo lamento por esos grandes grupos empresariales que aman invertir en gastronomía, pero cuando el dueño de un lugar es el mismo cocinero que lo lleva adelante, eso es mucho mejor para el alma. Tendrán que disculparme también esos chefs y emprendedores aburridos de sí mismos, los que prefieren digitar todo desde su teléfono móvil, los que viven en aviones y no en sus cocinas y salones, pero cuando el dueño del lugar está presente, cuando se lo ve comprometido y enamorado de lo que ofrece, de lo que se come, de lo que se respira en sus mesas, eso también ayuda al alma. 

 

El ambiente.

La música, el mobiliario, los aromas, las luces, todo hace al alma de un lugar. No es casual que proliferen los escenógrafos, arquitectos, diseñadores, vendedores de ilusiones prometiendo el tentador atajo que conduce al alma a costa de billetes. A veces lo logran, tantas otras no. El alma, la verdadera, es incorruptible, vanidosa, esquiva y, a la vez, exigente. Cuando huele que hay pura billetera desbocada, se repliega. Cuando percibe que se la quiere exhibir con impudicia en una vidriera, se desvanece. Cuando se ven los hilos de una decoración disneylandizada, se escapa.  

 

La energía.

Si ya estábamos esotéricos hablando de alma, vayamos por más; sumemos la idea de energía. Qué poca alma tienen esos lugares donde los camareros recelan unos de los otros, donde el pavor al jefe se percibe en cada gesto, donde no hay un sentido colectivo, donde es inimaginable una cerveza compartida por el equipo al final del despacho. No se trata de que un restaurante sea una fiesta de amigos, pero sí de que fluya una energía saludable en el salón, necesaria para que el comensal no se atragante. 

 

El tamaño.

¿Es posible acaso abrir un restaurante enorme, para 200 comensales, y tener alma? Lo es. ¿Es posible abrir una marca con varias sucursales y tener alma? Sí, también. Pero habrá que trabajar mucho para lograrlo. Cuanto más chico, cuanto más personal e íntimo es un espacio, cuanto menos estandarizado, cuánto más represente a quien está detrás, más fácil es conseguir esa alma tan huidiza. 

 

Los no.

a veces es más fácil comprender la ausencia de alma por aquellos elementos presentes que no deberían estarlo. La monótona repetición de platos de moda en la carta atentan contra el alma, lo mismo que la falta de limpieza general. La arrogancia —del ambiente, del sommelier, del servicio—, la falta de coherencia (un restaurante que dice ser japonés y sirve una sopa tailandesa), los tiempos muertos (lo que demoran los platos en salir de la cocina, lo que tardan camareros indiferentes en atender un pedido), la escasa originalidad, la poca valentía, todo eso son pequeños ataques al alma.

 

La honestidad.

Lo más importante, lo más difícil de corroborar, pero tantas veces fácil de percibir. Podrá ser un antro; un tugurio. Podrá ser una barrita a la calle donde acodarse o una espléndida terraza, alegre y de moda. Podrá ser una cantina, un bodegón, un bistró. Podrá ser un restaurante de lujo, un comedor elegante. Incluso —si bien es más difícil— podrá ser unos de esos perversos emprendimientos inmobiliarios situados a pie de calle, bajo horrendas torres de edificios recién construidos, con sus paredes vidriadas del piso al techo, lugares que a priori nacen desalmados. Y aún sí, todos ellos podrán tener alma, siempre y cuando el comensal crea en la propuesta, crea en su honestidad, perciba que allí hay amor, hay sudor y lágrimas, perciba que no se trata sólo de un negocio sino de una intención gastronómica, la tan vapuleada hospitalidad. 

 

Esto no es un excel porque, lo dijimos, el alma no admite planillas. En cada definición habrá ejemplos y contraejemplos que confirmen y que desmientan cada una de las características que mencioné. Porque, una vez más, el alma es así de inasible y caprichosa. Y es, también, así de necesaria.