Hay mil preguntas más para hacerse y tratar de contestarse, seguramente para dejar al desnudo un mito, esa escultura teomórfica enorme y misteriosa llamada tradición, omnipresente, pero indefinida al tiempo, de la que no se sabe ni de qué está hecha ni si su piel es suave o rugosa. En esos curiosos movimientos pendulares que nos trae la vida hay quien considera incluso que «la tradición es la nueva vanguardia», algo así como el novedoso combustible que alimenta ideológicamente el movimiento culinario contemporáneo ahora que la sostenibilidad ya está gastada y en algunos lugares genera tanto aburrimiento culinario, como esos menús de ‘fine dining’ clónicos a los que tanto critican. Tampoco veo que esta idea, más allá de enunciarla, se haya analizado en profundidad. Una pregunta más al respecto. En todo caso, ¿en qué parte de la tradición residiría su fuerza? ¿En el producto y la receta… o en la memoria?
Encender la linterna
Y para que no todo sea encender la linterna y hacer preguntas a lo Sherlock Holmes, ahí van algunas ideas, por si a alguien le son de utilidad o le sirven de munición con la contraatacar en esta batalla infinita. Yo, que siempre he defendido que lo que ocurre en el mundo de la cocina es reflejo de lo que acontece en la sociedad, me llego a preguntar si este resurgir de los extremismos, el retorno del pasado culinario, guarda algún tipo de relación con la polarización política de la sociedad en la que vivimos. Al menos da que pensar. Abandono ya esos caminos procelosos y me centro. En mi opinión, buena parte del debate originario es falso por cuanto la tradición y la vanguardia se alimentan una de la otra en un círculo infinito. Lo tradicional nunca es estático porque se regenera con la interpretación de la misma que se hace en cada época.
Hay que decir que esa revisión generacional, además, no le resta autenticidad: cada grupo reelabora su herencia culinaria, lo que es lícito y necesario. Entre tradición y vanguardia no hay fronteras o, en todo caso, son móviles y efímeras. La memoria, la creatividad y el territorio dialogan todo el tiempo y conforman un plasma cultural –aceptado por la mayoría de una comunidad– que es lo que podemos llegar a llamar cocina tradicional.
Ahora que la nueva cocina vasca cumple sus bodas de oro, ¿podríamos decir que sus platos más famosos, algunos de los archicopiados, como el Pastel de kabrarroka de Juan Mari Arzak, rupturista en los años setenta, son hoy cocina tradicional vasca? Probablemente sí por cuanto ya forma parte de la memoria colectiva, tiene un claro arraigo generacional, una difusión social amplia –¿qué ama de casa o aficionado a la cocina no ha hecho alguna versión de este pastel de pescado?– y aparece en los recetarios profesionales y en los domésticos.
Y así podríamos seguir cuestionando las etiquetas que se tratan de imponer para separar y generar barreras. Sin duda debemos reconocer el valor de los patrimonios culturales, puesto que la cocina es un elemento esencial de la expresión identitaria y del pensamiento simbólico de los pueblos, pero también hay que asumir que, no pocas veces, las conocidas como tradiciones son invenciones recientes legitimadas por un ratito de Historia.
El desafío para aquellos cocineros que trabajan y se ganan la vida tras el emblema de ‘tradicionales’ es conservar el alma mientras renuevan la forma, lograr reinterpretar el pasado sin traicionarlo del todo, eludir el peligro de fosilizar un recetario o, lo que es aún peor, convertirlo en mero folklore o espectáculo. El último mito que debería ser derribado pronto es el que asocia lo tradicional con lo puro, con lo no hibridado, cuando la realidad dicta lo opuesto. Lo realmente singular, lo más propio, es aquello que ha resultado de un mestizaje concreto. Los platos más personales y únicos de cada cocina surgen de la mixtura de aquellos préstamos o incluso de los choques entre comunidades. La salsa vizcaína, por ejemplo, es el resultado simbólico y gustativo de un mestizaje profundo, como lo es también el carismático mole poblano. Podríamos concluir diciendo que el 99% de las cocinas nacionales tradicionales no existirían de no haberse producido no uno, sino varios mestizajes.