Sucedáneos

Dejo comanda
Vivimos rodeados de sucedáneos; producimos no para satisfacer una necesidad, sino para llenar un mercado. La reflexión podría describir buena parte de la hostelería actual, pero la hizo en 1894 el escritor, artesano y activista William Morris. Invitado a un barrio popular de Manchester, el fundador del movimiento Arts and Crafts pronunció una conferencia titulada ‘La era del sucedáneo’, en la que denunciaba que la vida cotidiana se estaba llenando de falsificaciones: objetos fabricados sin alma, con materiales pobres y estética pretenciosa, destinados a alimentar el consumo de masas.
Morris se detuvo a analizar la degradación de la calidad de los edificios, el mobiliario o la vestimenta, pero también quiso mencionar elementos como el pan, la mantequilla o los cubiertos, que ya entonces empezaban a ser sustituidos por derivados industriales. Lo que para muchos eran signos de progreso, para él eran síntomas de decadencia, que alejaban al ser humano de lo que podría ser una vida feliz en la tierra. La producción industrial, advertía, estaba erosionando el sentido del gusto del público, que algún día sería incapaz de distinguir la verdadera artesanía del mero sucedáneo.
La memoria de aquel pensador decimonónico me vino a la mente hace unos días, al observar el menú colgado en la puerta de una de las flamantes aperturas del Casco Viejo. Sobre el papel, todo parecía evocar una cocina artesanal, con menciones recurrentes a recetas ‘de la abuela’ –vaya usted a saber de quién–, ingredientes ‘locales’ y guisos ‘cocinados con cariño’. El decorado del restaurante pretendía ahondar en esa imagen evocadora de la tradición: un botijo aquí, un cesto de mimbre allá, para vestir un interior a base de falso mármol y baldosas que imitan la madera.
Pensé en el viejo Morris, que habría desenmascarado sin piedad al restaurante. La comida, como se pueden imaginar, resultó ser una sucesión de elaboraciones precocinadas, pálidos reflejos de la gran cocina vasca que el establecimiento pretende evocar. El problema es que, acostumbrados como estamos a comer sucedáneos, cada día se nos hace más difícil distinguir lo ficticio de lo auténtico.