Empecé con las ovejas a los 8 años. Hacía de perro

Crispín Arregui, a sus 89 años, aún atiende el rebaño en su caserío Arria, en Berriz. Miembro de la última familia de trashumantes, su vida es el último eslabón con otro mundo

Me espera Crispín Arregui Mendiolagaray (89) sentado en el interior del pabellón del caserío Arria, donde guarda a su rebaño de latxas de cara blanca. Acaba de separar en un cerrado a cinco ovejas que parirán en pocos días. A sus pies, una gata amamanta a tres michinos, tumbada al sol. «Nací el 18 de julio de 1936; soy una persona de paga extraordinaria», se presenta con una sonrisa. «La felicidad –me dirá luego– poco cuesta si te apañas. Teniendo la familia y las ovejas bien poco más se necesita».

 

Crispín, que fue el último pastor trashumante de Bizkaia, es un hombre de otro tiempo. Sin móvil ni tarjeta de crédito, no tiene tampoco reloj de pulsera ni televisión y no ha pisado jamás un hospital. Apenas acudió un curso a la escuela, con 16 años cumplidos.

Empecé con las ovejas a los 8 años. Hacía de perro 0Fue en Pilastra, «con dos hermanas mellizas que daban clase». Aquellos meses le sirvieron para estudiar Aritmética y para aprender a hacer operaciones de memoria, una habilidad que aún conserva. Fue justo antes de irse a trabajar de criado a un caserío en Euba. Por aquel año de 1952 volvió a casa con 2.000 pesetas y un bacalao seco, el salario por doce meses de fatigas.

 

«La ama me daba un duro a la semana. Ella tenía dos hijas, cinco vacas y bastante maíz. Vivían dos familias en el mismo caserío, pero entre ellas ni se miraban a la cara. Yo no, yo me colaba por una ventana y hablaba con las hijas toda la noche. La vida y la cartera mía ha estado siempre entre las mujeres», establece este antiguo vendedor de quesos en ferias rurales. «He sido siempre buen vendedor», presume afirmando su cuerpo sobre la vara de avellano pinto. El palo fue cortado en la Luna Nueva de septiembre, como debe ser. «El mejor amigo mío ha sido siempre esta vara», dice al tiempo que corta una ramita de albahaca que se coloca encima de la oreja.

 

Ya se ve que Crispín, el segundo y, ahora el mayor de 11 hermanos nacidos en el caserío Betzuen de Bernagoitia, es un personaje de otra época, con una salud de hierro y un humor a prueba de balas, crecido y vivido entre los bosques, los prados y los roquedos del Mugarra.

 

Hace un tiempo, en la antigua escuela de Bernagoitia, convertida hoy en txoko vecinal, me llamó la atención la fotografía de un rubicundo y orondo pastor, vestido de mahón de los pies a la cabeza y calzado con abarcas, que conducía su rebaño por las calles de Durango. Descubrí gracias a su primo Jokin Arrinda a un personaje que resume el espíritu y los cambios del siglo XX, alguien que, de niño, saltaba descalzo entre trochas y peñas y, hoy todavía conduce su vehículo para llevar leche, nueces y avellanas a amigos, como su paisano Mikel Bustinza, con quien le unen lazos profundos. Cada miércoles, Crispín conduce su furgoneta hasta Horma Ondo, en las faldas del monte donde se levanta Azurmendi, y le entrega dos cántaras de leche de sus ovejas y de sus vacas que Mikel usa para hacer croquetas a la brasa, flanes y cuajadas; también huevos y nueces y avellanas, productos verdaderos de sabor puro e inolvidable.

Empecé con las ovejas a los 8 años. Hacía de perro 1Viene Crispín de una casa, Betzuen, que el pastor presenta como el último caserío en que se plantó trigo en Bizkaia; otra reliquia etnográfica, como sucedió con la trashumancia de los rebaños de los Arregui. «Allí nacimos 18, entre hermanos y primos. La vida nuestra fue siempre el pastoreo. Cuando mis padres, Hipólito Arregui e Isabel Mendiolagaray, se casaron no había sitio en el caserío. Cogieron una habitación. Allí nacimos y vivimos tres hermanos. Con mis tíos tenían un rebaño de 75 ovejas y una vaca; mi padre iba a donde le salía trabajo y mi madre cuidaba a los hijos y al ganado como podía…»

-¿Cuándo empezó con las ovejas?
–Con ocho años fue la primera vez que estuve con el rebaño. Yo tenía que hacer de perro, arriba y abajo, todo el día y con los pies mojados desde la mañana. Se ordeñaba y se dormía en el monte, en una txabola como la de los carboneros que preparábamos nosotros.
–¿Y qué comían?
–Leche de oveja y talo por la mañana; alubias con tocino y chorizo de casa para comer. También se le echaba a la cazuela cecina de carneros capados, que solíamos matar en otoño y a las que se daba sal en arcones. Cada ocho días hacíamos una hornada de pan con trigo de casa. Lo mejor era el chocolate y el arroz con leche que preparaba por la noche mi tío Máximo, que era manco. Luego había sed. Y me mandaban a mí a la fuente, de noche, con una garrafa de cristal, a dos o tres kilómetros, para beberse luego buenos tragos.
–¿No pasaba miedo?
–El miedo no existía entonces. Se contaban chistes y cuentos del Sacamantecas. De verdes y así no andaban porque yo era un niño. De sorgiñes sí se hablaba mucho; decían que salían en los cruces. Pero esas se terminaron cuando empezaron a hacer escopetas en Eibar.

 

Crispín, hospitalario, ríe de buena gana en la cocina del caserío, al lado de la económica negra. Su esposa Justa Oregui, pasa por la sartén una sarta de chorizo casero que nos servirá luego de hamaiketako junto a un queso artesano, con ojos, que viene de Urbia. Antes de cortar el pan Justa trazará una cruz con el cuchillo en la panza de la barra.

Empecé con las ovejas a los 8 años. Hacía de perro 2«Hasta los 28 años, cuando nos vinimos aquí de alquiler, viví con mis padres en Betzuen (mira a Justa). No hay palabra para pagarle bien a ella. Nunca una bronca me ha echado ni aunque hubiera hecho un trato malo. Y para echar una mano siempre disponible, y con una correa… La conocí el día de San Juan, solía venir a la ermita. La acompañé hasta la plaza de Garai y me dijo ‘aquella luz es nuestra casa’. Y pusimos cita para el domingo siguiente. Yo entonces andaba con otra chica de aquí abajo; estábamos dando un paseo y me encontré a Justa de frente. ¡Me pegó un pellizco aquí! Fue la única bronca que me echó. ‘¿O vienes o te quedas?’, me dijo. Nos casamos el día de La Pilarica, hace 61 años. Fuimos de viaje de novios a Zaragoza, lo más lejos que he estado nunca del caserío».

 

Crispín se ganó la vida con las ovejas y los quesos que preparaba. Su conocimiento del manejo del ganado le llevó a dar charlas en la escuela de pastores, la Artzain Eskola de Arantzazu. Y su trabajo de selección llamó la atención del Centro de Inseminación Artificial Ovina Ardiekin por la morfología de las ubres de sus ovejas, perfectas para amamantar y ordeñar. «La leche que bajaba yo de la sierra me la quitaban de las manos. Hoy, las cosas van para atrás. Por todas las pistas de aquí a Oiz no se puede ya ni pasar, de lo cerrado que está el monte. Hoy sería imposible hacer la trashumancia nuestra. Íbamos de Betzuen a Durango, parábamos en Guederiaga (Abadiano), Trabakua, Markina y Ondarroa hasta llegar a los pastos de Motrico. Tenía 16 años la primera vez que me tocó hacerla: llevábamos un caballo con la comida y los trastos y, mi padre, Hipólito iba con una yegua y un carro. Como escoba, recogiendo lo que se quedaba atrás. Dormíamos en los caseríos del camino, de pupilos. Y seguíamos igual: yo no tuve perro hasta los 22 años, una perra que se comía los corderos. Me fui andando a Oñati a cruzarla con un perro que había oído que era muy bueno. El amo no quería. Pero al saber que había llegado de tan lejos dejó que la cubriera. Tuvo cinco cachorros; hasta hace poco hemos seguido con esa sangre. ‘Lindo’ se llamó el último».

Empecé con las ovejas a los 8 años. Hacía de perro 3En un tiempo aprendió el oficio de albañil (la fortaleza de su hermano Txakala es legendaria en la comarca) y siguió con la venta de quesos y corderos. Se lo rifaban. «Algo debí heredar de mi padre, que para vender nunca tuvo problema. Era el único que andaba aún a caballo por estos montes. Si le invitaban a comer algún sitio siempre llevaba dentro de la camisa gorda un queso picante y seco, curado en las arcas de trigo. Llevaba lo mejor que tenía. Hace unos años Justa fue a hacer un curso para saber cómo se hacían los quesos; duró una semana. Me dijo ‘para aprender, me voy donde tu padre’».