Sobre la hornalla de gas encendida, en una generosa olla de cerámica, hierve lento un huaschalocro (guiso del noroeste argentino) a base de zapallo, maíz dulce y carne. La olla resiste el fuego directo, exhibiendo en su base las memoriosas huellas de tantas comidas previas, de infinitos guisos y sopas que se cocinaron allí dentro. Es una olla hecha a mano, sin torno ni molde, por Adriana Martínez, definida como una ceramista de raíz precolombina. Una mujer enamorada de la arcilla, que recorre la Argentina y Latinoamérica dando talleres y charlas, armando y multiplicando hornos, conviviendo en comunidades alejadas para aprender y para enseñar esto que viene haciendo desde hace más de 35 años: el trabajo con la tierra, el fuego y la historia.

“Soy de Trenque Lauquen, una ciudad en el centro este de la provincia de Buenos Aires, en la gran llanura bonaerense. Un día, en la década de 1980, fui a una muestra en Mar Del Plata y ahí conocí al ceramista Carlos Moreira, mi maestro, que en ese entonces trabajaba en el Museo de La Plata. Él me contó que ahí, en el museo, tenían una olla remontada, es decir, rearmada a partir de los distintos fragmentos o tiestos que se habían encontrado justamente en Trenque Lauquen, y que provenía de los pueblos originarios de la zona. Es una olla que tiene mil años o más, aunque la edad exacta es difícil de definir. Para mí esto fue revelador. En Trenque Lauquen siempre se le dio la espalda a los pueblos originarios: se decía que, como eran nómades, no habían desarrollado técnicas elaboradas como la cerámica. Pero está claro que esto es falso. En ese momento viajé a La Plata con Carlos y empecé a recrear esa olla con mi cerámica; lo que se llama arqueología experimental, intentando que quedara igual para poder entender cómo se había trabajado el material. Y en ese proceso entendí que no podía hacerlo en la mesa, sino que tenía que traer la cerámica al cuerpo, usar mi propio cuerpo como sostén. Descubrí en esa relación corporal una belleza increíble. A partir de ahí, empecé a investigar las cerámicas precolombinas, a viajar por el país buscando restos arqueológicos en los pueblos, en las casas, en los museos”.
El estudio de Adriana Martínez está en Avellaneda, en el sur del conurbano bonaerense, justo en las afueras de la ciudad porteña. Allí dentro funciona Olleras Cooperativas, un colectivo de mujeres que produce ollas de cerámica siguiendo la estricta filosofía de Adriana. “En Latinoamérica no había torno. Tampoco había cocciones a alta temperatura como las que precisa el gres, que ahora está tan de moda en la gastronomía. Pero lo que es realmente nuestro es la cerámica, trabajada a mano, usando el cuerpo. Con las bases de las ollas, por ejemplo, usamos la cabeza para darles forma”, cuenta.
La cooperativa vende estas ollas sin firma, como una producción comunitaria y emancipadora. Justamente una de estas ollas es la que Narda Lepes llevó al encuentro de cocineros que se realizó en 2024 en Piedra Infinita, la bodega de la familia Zuccardi en el Valle de Uco, bajo el nombre de Latinoamérica a la olla. “Llevé ollas de otros lados, y se terminaron rompiendo. En cambio, la de las Olleras Cooperativas se aguanta todo, la seguimos usando”, dice Narda.

En palabras de Adriana, la cerámica no es un material frágil, y ella lo demuestra con el uso constante que da a sus ollas y cuencos. Ollas que en algunos casos son enormes, con capacidad para dar de comer a más de cien personas, y que a pesar de eso son sorprendentemente ligeras y delgadas. “Hay mucho prejuicio con las ollas, y hay también mucho oficio que se fue perdiendo a lo largo de la historia. Por eso es tan común ver hoy ollas muy gruesas y pesadas. Trabajando bien la cerámica, esto no tiene por qué ser así. Los que creen que las cerámicas prehispánicas son rústicas y ordinarias, no saben de lo que hablan. La olla de Trenque Lauquen, por ejemplo, tiene una decoración muy elaborada. Imaginá a ese pueblo, que caminaba por varios días detrás de un guanaco para cazarlo. Para ellos, el acto de cocinarlo en la olla y comerlo era una ceremonia en sí misma”, dice.
En estos años, Adriana viajó decenas de veces por el continente, incluyendo pueblos y ciudades en México, Ecuador, Bolivia, Perú, Chile, Brasil, Argentina. En cada destino investiga sobre las arcillas del lugar, la cultura y las técnicas propias. “Trabajo con el entorno. Lo fundamental es el oficio, no las herramientas, que podés llevar de otro lado. Pero ese entorno en muchos casos fue olvidado. Es común que lo que hoy se cree que es cerámica tradicional, en realidad es una cerámica que se impuso con la conquista, utilizando patrones que no son los nuestros. El gres es un buen ejemplo: donde entra el gres, desaparecen las olleras. En Cunha (Brasil) usan unos hornos noborigama que llevaron los japoneses, con los que se trabaja con gres, pero este es un material que no sirve para ponerlo sobre el fuego directo; se resquebraja. Por suerte, hay comunidades campesinas que intentan recuperar lo que había antes. Estuve en una comunidad guaraní en Brasil donde hacen unas ollas grandes para cocinar de manera comunitaria. Usan una técnica que se llama corrugado; una textura muy detallada que se trabaja con el dedo y que le da una capacidad térmica fantástica”.
Las ollas y otras piezas que trabaja Adriana siguen varios mandamientos. Son hechas a mano y sin torno; se construyen con arcillas que ella misma trae de sus distintos viajes (es decir, no es arcilla comprada). Tampoco utiliza esmaltes ni grasas para hacerlas impermeables, sino que realiza un lento y laborioso bruñido a piedra hasta que la superficie queda perfecta, lisa y brillante. La cocción la hace en los hornos que construyó de manera artesanal en su taller, manejando los fuegos y temperaturas a ojo. “Buscás la deshidratación completa del material, evaporar el agua física y luego el agua química. La arcilla primero se pone gris, luego negro profundo, finalmente se pone naranja; todo esto en un lapso de dos a tres horas de horneado. Cada vez que veo la arcilla incandescente en el horno, me sigo emocionando”, dice.

Lo que se cocina en estas ollas luego tiene un sabor distinto. En parte, por la simple belleza de ver esas ollas sobre el fuego, esos platos de cuchara cocinándose lento y parejo, como el huaschalocro que está todavía ardiendo en la cocina de Adriana, y que al final de la entrevista comeremos en un cuenco también de cerámica. Pero a esto, afirma ella, se le suma un componente que es objetivo: “Estas ollas precolombinas tienen formas esféricas, ovoides. Ni siquiera la base es plana, y eso logra que los vapores de la cocción retornen permanentemente en lugar de salir expulsados hacia arriba, como sucede con las ollas comunes. Cuando cocinás así, casi no hay que agregar líquido, y los sabores se concentran”.
En su sitio personal, Adriana publicó un manual donde explica cómo construir un horno para arcilla de manera rápida y económica. Bajo la idea de “sembrar hornos” por el mundo, en la introducción al manual, ella escribe: “La principal misión es que este material se comparta de forma libre y gratuita y que bajo ninguna circunstancia se utilice el mismo con fines lucrativos o comerciales. Construir un horno, y el conocimiento de cómo hacerlo, debe ser una herramienta de libre acceso para toda persona que lo requiera”. Una proclama política y social que permite entender que, para esta ceramista, una olla, esa cerámica antigua y previa a la conquista europea, es mucho más que un oficio, un negocio o un mero objeto utilitario: es la defensa de una identidad que atraviesa el continente.
