Horas antes de que vaya a llegar un tsunami los elefantes y otros grandes mamíferos huyen hacia el interior, lejos de la costa. Los peces descienden a aguas profundas y las aves marinas vuelan lejos. Hasta nuestros perros y gatos perciben minutos antes el temblor de un terremoto. Los sentidos humanos no están adaptados para percibir cambios en la presión atmosférica, ni infrasonidos, ni microvibraciones. De no ser por la tecnología, los humanos seríamos los últimos en enterarnos.
No es cuestión de exagerar ni de ser agoreros, pero el símil se ajusta bastante a lo que suele ocurrir con las crisis económicas. Minutos antes del crac del 29 nuestros abuelos americanos andaban felices bailando charlestón… y así en todas las crisis sistémicas sucesivas. Cuando cambiamos a Dios por el Excel creímos que todo sería predecible, pero a veces los números y las estadísticas ni reflejan ni detectan las microvibraciones de la economía o los cambios de comportamiento social hasta que es demasiado tarde. Que se lo digan a Tezanos.
Salimos de la pandemia con una fuerza inusitada, arrancamos pronto el motor de aquella economía que se tuvo que parar en seco y vivimos alegremente de los préstamos que nos habíamos concedido y del dinero no gastado a fuerza de viajar menos que la Cibeles. En nuestro sector de barras y estrellas –el más sensible, el primero que se contrae y el primero que recupera el resuello en cuanto aflojan los malos tiempos– hemos vivido unos años floridos. Añadamos a la ecuación dos circunstancias más: la gastronomía ha sustituido en el universo de lo chic a otros sectores otrora socialmente más influyentes y se ha producido una llegada de mucho dinero de mundos ajenos a la hostelería y de un tipo de cliente desconocido hasta la fecha, rico y tan escaso como demandado. Si antes de la crisis de 2007 el símbolo del éxito era tener un barco o una bodega tras el covid, hay que tener un restaurante chic.
Mientras los bares de barrio, todos aquellos que garantizaban el autoempleo familiar en los años ochenta, tiritan ante el cambio de comportamiento social y de legislación laboral pospandemia, los centros de las ciudades se han ido llenando de sitios ‘neoyorquizados’ y cadenas que repiten en serie esos proyectos impersonales pero con buena economía de escala. En la gastronomía de campanillas, las cosas no son distintas. Buena parte de los estrellados navegan en un mar de contradicciones. Su profesión ha ganado en visibilidad e influencia social y a menudo aparecen en defensa de muchas causas: promoción turística, visibilización del sector primario, etc… pero en silencio sufren porque la rentabilidad de sus casas desciende sin parar y no solo por falta de clientes, sino porque el marco fiscal y laboral que se les ha impuesto de un día para otro no ha tenido en cuenta la realidad de ese sector lustroso pero delicado. Muchos de los que han guardado silencio hasta la fecha empiezan a revolverse y a organizarse. Estén atentos.
Los datos oficiales no reflejan todavía el mar de fondo o lo que otros empiezan a llamar ya ‘la burbuja hostelera’. Los elefantes han comenzado a huir, pero la mayoría aún sigue bailando. Los datos de Hostelería de España estiman que en 2025 se producirá un crecimiento en torno al 3% respecto a 2024, aunque con una caída de la rentabilidad cercana al 1%. Oficialmente el sector no está cayendo, pero sí ha reducido su ritmo de crecimiento. En el mejor de los casos se puede decir que se ha estabilizado. Lo que nadie cuestiona es que el cliente gasta menos por acto de consumo. «La gente sale igual, pero en vez de tres cañas se toma una», me decía recientemente un directivo de una gran cervecera. En España, las visitas a los locales de hostelería están aún por debajo de las de 2019. El número de restaurantes, sin embargo, sigue aumentando, no tanto las cafeterías y bares.
Nadie niega ya que hay microcrisis segmentadas. Muchos negocios funcionan bien, pero otros muchos, presionados por el incremento de costes de la materia prima, cambios de consumo, competencia ‘in crescendo’ o mala planificación financiera, lo están pasando realmente mal. De las aperturas hemos pasado a las apreturas. Todo el mundo en el sector conocemos a muchos de los importantes que están sufriendo. Han vuelto los ceros a muchas salas. En El Dorado, digo Madrid, no solo hay mesas libres y pocas listas de espera –salvo un puñado de nombres rutilantes– sino que los precios han terminado excluyendo a una capa importante de los comensales de clase media. El riesgo de ajuste en los próximos tiempos tras una acelerada expansión es evidente. Con costes fijos altos y poco flexibles, clientes infieles que no repiten, propuestas culinarias rígidas, clónicas, o demasiado espartanas o con exceso de boato… pintan bastos.
Podemos pensar que los elefantes también se equivocan y a veces leen mal los mensajes de la tierra y huyen sin necesidad. Ojalá. Pero por si acaso ahí tenemos la medicina tradicional: salas cálidas y familiares, acoger y no solo exprimir, ofrecer cocinas con identidad –que no es lo mismo que con relato–, y precios honestos para tratar de generar fidelidad y repetición, lo que se llamaba clientela, ya me entienden.