Guías caníbales. Mole: Con decirlo no decimos nada

Más que una receta, el mole es un sistema cultural con memoria, tensiones y territorio. Reducirlo a folclore o platillo típico mexicano es no entender nada.

Estoy en un restaurante de alta cocina cuyo nombre prefiero no mencionar, frente a un mole que cuesta 850 pesos y sabe a traición.

 

El chef lo sirve con pato confitado y verduras de temporada, empacado en cristalería que refleja las luces del comedor. El mesero lo presenta como «reinterpretación contemporánea de la tradición poblana». Cada palabra duele más que la anterior.

 

Le doy una cucharada. Después otra. Busco algo que me recuerde por qué vine hasta aquí. No lo encuentro. Lo que tengo enfrente es técnica sin alma, precio sin historia, mole sin México.

 

Y entonces lo entiendo: con decir «mole» no estamos diciendo nada.

 

La salsa que nunca fue salsa

 

Porque el mole no es lo que crees que es. No es una receta que se aprende en YouTube ni un platillo que se ordena para quedar bien con los turistas. El mole es un sistema. Una arquitectura comestible de tiempo, territorio y tensiones que hemos convertido en souvenir.

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Plato tradicional de mole en Tlaxcala.

Decimos «mole poblano» como si eso bastara para explicar siglos de cocina ritual. Decimos «negro de Oaxaca» y creemos estar hablando de identidad, cuando en realidad repetimos un código ya filtrado por el marketing gastronómico.

 

Porque no existe el mole. Existen los moles. Y cada uno cuenta una historia que no cabe en ningún menú.

 

El negro de Oaxaca puede llevar más de 30 ingredientes que se muelen en metate durante horas. En San Pedro Atocpan, nueve de cada diez familias lo producen desde antes del amanecer. En la Huasteca hay moles caldosos que no aparecen en las guías turísticas. En Guerrero existe el huaxmole, que se prepara solo con huesos de res y se come con las manos.

 

Cada variante responde a un paisaje específico: el suelo, el clima, las semillas que crecen ahí y solo ahí. Cada mole es una forma de leer el territorio. De entender qué ofrece la tierra y cómo transformarlo en algo que alimente no solo el cuerpo, sino la memoria colectiva.

 

El laboratorio perdido

 

Mole no es una receta: es una técnica. Un laboratorio ancestral que requiere tostado de chiles, molienda en metate, integración lenta de especias que pueden tardar días en revelar su personalidad completa.

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Molera preparando un mole para un bautizo. Foto: Jesús Pérez (vía Flickr).

Cada chile se tuesta a una temperatura diferente. Cada especia pide su tiempo. La molienda no es mecánica: es artesanal, intuitiva, transmitida de abuela a nieta en una cadena que lleva siglos funcionando sin manuales ni certificaciones.

 

Pero eso no cabe en la lógica del restaurante moderno. Ahí el mole se hace con licuadora industrial, se espesa con harina y se endulza con chocolate comercial. Se sirve tibio, brilloso por la manteca, con proteínas que nunca pidieron esa compañía.

 

Y nosotros pagamos, aplaudimos y subimos la foto a Instagram. Porque confundimos técnica con tradición, precio con autenticidad.

 

El mole de los otros

 

¿Quién cocina el mole que comemos en los restaurantes de la Roma Norte? No las señoras que lo aprendieron de sus madres en Tlacolula. No las cocineras que siguen moliendo a mano en Santa María Atzompa. Son chefs jóvenes, hombres en su mayoría, que estudiaron gastronomía y leyeron sobre el mole en libros escritos por antropólogos que tampoco saben molerlo.

 

Mientras tanto, las verdaderas moleras —porque así se llaman, moleras, no «guardianas de la tradición»— siguen trabajando en mercados donde nadie las entrevista para revistas gastronómicas. Venden su mole a 40 pesos la porción. Sin decoración, sin historia de origen, sin mención en la guía Michelin.

 

Ellas no hablan de «rescate cultural» ni de «patrimonio inmaterial». Hablan de sobrevivir. De mantener un oficio que alimenta familias desde hace generaciones. De resistir en un mercado que las ve como folclore, no como autoras.

 

Y mientras ellas resisten, nosotros aplaudimos a los chefs que «reinterpretan» su trabajo sin mencionarlas, sin pagarles regalías, sin reconocer que lo que están sirviendo es una traducción empobrecida de algo que nunca entendieron del todo.

 

La memoria que duele

 

El mole chichilo solo se prepara para velorios. Lo sé porque estuve en uno, en la Mixteca oaxaqueña, cuando murió la abuela de un amigo. Las mujeres de la comunidad se organizaron desde la madrugada: tostaron chiles chilhuacle, molieron masa con ceniza, cocinaron durante horas un guiso que solo aparece cuando alguien se va para siempre.

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Mole poblano servido sobre una hoja de plátano.

No es un platillo del diario. Es memoria cocinada. Ritual convertido en alimento. Una forma de procesar el duelo que no se aprende en escuelas de cocina ni se explica en recetarios.

 

Ese mole tiene un sabor terroso, casi mineral, que acompaña el dolor sin negarlo. No busca consolar: busca acompañar. Y cuando lo pruebas, entiendes que hay sabores que solo aparecen en ciertos momentos de la vida. Que no todo se puede commodificar, turistificar, convertir en experiencia gastronómica.

 

Pero también ese mole está desapareciendo. Los jóvenes se van a las ciudades. Las abuelas mueren sin transmitir todos sus secretos. Y cuando alguien trata de documentarlo, lo que queda en el papel es solo la sombra de lo que fue.

 

El mole que no existe

 

Vuelvo al restaurante de alta cocina. Termino mi plato porque odio desperdiciar comida, pero cada cucharada me confirma lo mismo: esto no es mole. Es una interpretación, una aproximación, un ejercicio de estilo que usa la palabra «mole» para justificar su precio.

 

Y no es solo este lugar. Es toda una industria gastronómica que ha convertido el mole en marca. En etiqueta que se pega sobre cualquier salsa espesa con chile y chocolate. En storytelling para menús que buscan vender mexicanidad sin entender México.

 

Pago la cuenta: 2,400 pesos por dos personas. Con esa cantidad, en el mercado de Tlacolula, podría comer mole auténtico durante un mes. Mole hecho por manos que lo conocen desde niñas. Mole que sabe a lo que debe saber: a tiempo, a territorio, a técnica heredada.

 

Pero ese mole no aparece en las guías internacionales. No tiene estrellas Michelin ni reconocimientos gastronómicos. Tiene algo mejor: tiene verdad.

 

Y sí existe. Se puede encontrar, probar, defender con el paladar y la cartera.

 

¿Dónde encontrar el mole que sí existe?

 

En el Mercado de Tlacolula (Galeana 2, Tercera Secc, 70400 Tlacolula de Matamoros, Oax.) , a una hora de la ciudad de Oaxaca, doña Carmen lleva 30 años moliendo chiles en el mismo metate de piedra volcánica que heredó de su madre. Su puesto no tiene nombre, pero cualquier taxista lo conoce: «el de los moles». Vende negro, rojo, amarillo y coloradito a 80 pesos la porción, servidos sobre tortillas hechas a mano. Los domingos se acaba temprano.

 

En Cholula, el Mercado Cosme del Razo (Calle 3 Nte 3, Barrio de San Juan Calvario, 72760 Cholula de Rivadavia, Pue.) alberga a las hermanas Flores, que preparan mole poblano desde las cinco de la mañana. Su receta lleva 28 ingredientes, incluyendo chocolate de Tabasco y chiles que ellas mismas seleccionan. No hacen entregas ni toman reservas. Simplemente cocinan hasta que se acaba.

 

En la Ciudad de México, el Mercado de Medellín (Mercado Medellín #20, Ciudad de México) esconde uno de los secretos mejor guardados: Moles Lupita, donde Guadalupe Hernández muele a diario mole negro que vende por kilos. Su clientela incluye restaurantes de la Roma que nunca mencionan de dónde viene su «mole de la casa». Ella no se molesta en aclararlo: está demasiado ocupada cocinando.

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Un mole poblano tradicional lleva muchas horas de elaboración a mano y decenas de ingredientes.

Para quienes buscan la experiencia completa, Casa Crespo (Reforma 808, RUTA INDEPENDENCIA, Centro, Oaxaca) ofrece clases de mole donde se aprende a tostar chiles, moler en metate y entender por qué cada especia entra en su momento exacto. No es turismo gastronómico: es educación culinaria impartida por cocineras tradicionales que cobran lo justo por transmitir conocimiento de siglos.

 

Y en Puebla, el Mercado de los sabores (Av. 4 Pte. 1104, Historiadores, Puebla) alberga a puestos de varias generaciones de moleras que compiten en calidad, no en precio. Sus moles poblanos llevan más de 20 ingredientes cada uno, se preparan en tandas pequeñas y se venden frescos. Los poblanos llegan desde temprano, porque saben que lo bueno se acaba rápido.

 

Lo que falta por decir

 

Salgo del restaurante con la certeza de que el mole se ha convertido en todo lo que no debería ser: producto en lugar de proceso, marca en lugar de memoria, experiencia en lugar de alimento.

 

Y mientras camino por Polanco, entre restaurantes que venden México de exportación, pienso en la distancia absurda entre estos dos mundos. En una esquina, mole a 850 pesos que sabe a traición. A unas horas de distancia, mole a 80 pesos que sabe a verdad.

 

El problema no es que no existan las moleras auténticas. El problema es que hemos creado un sistema gastronómico que las ignora, las invisibiliza, las usa sin reconocerlas. Que prefiere pagar fortunas por interpretaciones vacías antes que precios justos por tradiciones vivas.

 

El mole, cuando se piensa en serio, incomoda. No cabe en un menú de degustación. No cabe en la lógica del restaurante moderno. No cabe en las fantasías gastronómicas de una industria que confunde tradición con tendencia.

 

Y justo por eso, hay que seguir buscándolo. No el mole de los restaurantes caros, sino el otro. El que vive en mercados donde las manos saben lo que hacen. El que se resiste a ser simplificado, comercializado, convertido en postal.

 

Ese mole que, cuando lo pruebas, te recuerda que algunas cosas no se pueden explicar. Solo se pueden sentir. Y elegir.

Porque con decir «mole» no decimos nada. Pero sabiendo dónde encontrarlo, decimos todo.

 

 

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