La cocina tradicional con mayor influencia en el resto del mundo es sin duda la japonesa. Si hablamos de los grandes movimientos que han permeado a partir de la Segunda Guerra Mundial descubrimos que todos ellos se han apalancado en la superación de la tradición, cuando no en la disrupción. La ‘Nouvelle Cuisine’, la revolución española, –’The Nueva Nouvelle cuisine’, como dijo The New York Times Magazine en su mítica portada de Ferran Adrià en 2003– y posteriormente ‘The New Nordic’ trajeron ideas transformadoras: el concepto de autoría, la creatividad y la actitud innovadora, y, por último, el producto y el territorio como banderas. Sin embargo, la única culinaria tradicional que se ha colado en las cocinas de todo el mundo, con sus técnicas singulares, su distinta mirada a los productos y la reivindicación de la pureza ha sido la japonesa, como decíamos al principio.
No hay cocinero profesional en el mundo ajeno a la utilización de los misos, los koji, los dashis o el kobujime, la técnica de curado de pescados entre algas. No hay aficionado a la comida de cualquier lugar del mundo que no disfrute del pescado crudo y del sushi en todas sus variantes, algo impensable no para sus abuelos sino también para sus padres. Cuando la UNESCO declaró a la cocina tradicional japonesa Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, en 2013, hizo justicia.
Así que regresar a Japón y beber de su cultura milenaria siempre es una experiencia enriquecedora, más si es compartida como ocurre en un congreso de cocina. Acabamos de regresar de aquel país donde hemos celebrado el Madrid Fusión Atelier Kioto, un encuentro muy especial entre cocineros, pescadores y científicos de Japón, España, Italia y Filipinas explorando en profundidad las diferentes culturas gastronómicas vinculadas a los océanos, así como analizando la situación de sus ecosistemas.
Al evento han asistido algunos de los más destacados chefs del país, caso de Yoshihiro Murata, presidente de la asociación de cocineros de aquel país y propietario y chef de Kikunoi, en Kioto, uno de los restaurantes kaiseki más admirado desde hace más de un siglo y, también, por citar solo otro más, de Yoshihiro Narisawa, el más internacional de los japoneses, otra institución por su mirada a la diversidad de Japón y su afinada sensibilidad creativa. Junto a ellos, expertos en algas como el profesor Atsushi Watanabe o en genómica marina, caso de Takashi Gojobori. Formando parte de semejante plantel estuvieron también Albert Raurich, Ricard Camarena, Javier Olleros y Chele González, una selección de los cocineros españoles más relevantes de su generación por la singularidad y profundidad de sus cocinas.
En ese contexto, mi primera sensación al escucharles y verles cocinar, sin artificios ni vídeos sofisticados de esos creados más para vender que para enseñar, fue de orgullo y admiración. La mía y la de los congresistas, en su mayoría japoneses. La madurez conceptual y técnica de todos ellos dejó al auditorio atónito, en uno de esos silencios respetuosos de Japón. Camarena les descolocó al explicar cómo sus procesos creativos no aspiran a realzar la mejor parte de un producto, sino a usar el cien por cien del mismo de la mejor manera posible. Y ante sus ojos convirtió unas humildes cebollas en oro gracias a la colatura de unas anchoas. Javier Olleros, poeta infiltrado de esencias japonesas en su alma gallega, logró lo propio al explicarles su singular torrija de piel de rape, un plato de altura técnica, pero sobre todo una declaración de principios. La cocina de la inmediatez del Sudeste asiático reivindicada por el cántabro-filipino González, así como el enciclopedismo de Raurich, maestro de la cocina nipona, dejaron bien a las claras que estamos ante un grupo con un conocimiento y sensibilidad, muy por encima de las que se muestran como admirables en esos mundos de la farándula culinaria digital de flashes y rankings.
Si como bien explica Albert Raurich, la japonesa es la cocina del agua, la nuestra, la cocina de la mixtura cultural del Mediterráneo y el Atlántico, de la diversidad de climas y productos, despierta el interés de los más exigentes cuando logran comprenderla en profundidad, algo que no siempre se hace bien en el exterior.
La siguiente apreciación del evento es que los japoneses están ávidos de conocer y que los congresos, como este pequeño Madrid Fusión, les aportan un modo de llegar al conocimiento que no es el habitual en el país. Como ocurría aquí hace veinte años, muchos de los asistentes se sentaban al comenzar las sesiones y no se levantaban hasta finalizar, cinco horas después.
A la vista está que hay mucho por hacer, mucho por conocer y por compartir. Necesitamos escucharnos más y comprender mejor. Necesitamos elevar el nivel de la conversación gastronómica colectiva tras años en los que no se ha avanzado hacia la sencillez, sino hacia la frivolización.
Concluyo. Para alguien como yo es mucho más atractivo y sorprendente ver en acción a un maestro afilador de cuchillos junto a un pescador experto en sacrificar pescados que la mayoría de los vídeos intrascendentes que atestan los escaparates digitales. ¿Sabíais que un corte perfecto con un cuchillo al acero de carbono afiladísimo disminuye y retrasa la oxidación del alimento y evita la volatilización de aromas y sabores porque destruye menos moléculas?