¡Caray, Cristino, amigo, y lo bien que la pasamos! Debo decirte que, en este caso, tuve la gran fortuna de disfrutarte sin prisas, porque tuvimos mucho tiempo, tú, Maribel, yo, y tantos otros… Tu sabiduría, quiero explicitarlo, conformó con los años mi carácter como escritor gastronómico, puesto que no sólo la hablabas porque podías, sino porque la desbrozabas y reflexionabas de forma que la pudiéramos aprender. Ésta te la debo, Cristino. Y, un detalle personal de tu singularidad, a mí a menudo me la regalabas en catalán. Qué grande, Cristino.
Luego estuvo también el compartir lo lúdico por lo lúdico, que en esto tú jamás te quedaste en retaguardia, no en balde fuimos ambos fervorosos de Camba y de las noches sin luna. No quiero olvidar, por otro lado, algunas polémicas que tuvimos, tanto en privado como alguna en el terreno periodístico; pero, mira, a mí siempre me enriquecieron. Y, además, después de las porfías, volvíamos siempre a abrazarnos, y yo, a seguir aprendiendo de ti, llámame egoísta.
Ahora parece que, después de tantos años desafiando el alambre junto a Maribel y repartiendo erudición en artículos y cenas (ahí había también reparto de risas), te has retirado de la vida que tanto disfrutaste y compartiste. Pero yo te digo, Cristino, amigo, maestro, que en mi mente no te lo voy a permitir. No, Cristino, tú no te vas. Tú, tus conversaciones (las más serias y las más frívolas), tu mirada azul y tu universalidad no se van de mi vida así como así.
Tú te quedarás siempre conmigo. Y con todos (tantos) que te quisimos.