Todo ha cambiado para los vinos chilenos en poco más de diez años. Suficientes para que el nuevo Chile vinícola mire definitivamente al tiempo que le toca vivir, mientras sienta las bases del futuro, que se aventura más bien dichoso; ya lo está siendo. En esa década mágica, la industria vinícola chilena ha pasado de ser una anécdota a pisar fuerte y aguantarle la mirada a los vinos argentinos. Dejaron atrás las producciones masivas, destinadas a rellenar lineales de supermercado, para erigirse en referencia vinícola. La confirmación del cambio llega con la entronización de la uva país, la cepa más humilde, tradicionalmente despreciada por los bodegueros históricos, y el pipeño, el vino del campesino, siempre ausente en las cartas de los restaurantes. Son los emblemas de una revolución que apenas tiene más de diez cosechas. No empezó con ellos, pero su aparición hace seis años acabó de dar carta de naturaleza a un proceso marcado por la sorpresa.
Las país es la variedad más antigua del viñedo latinoamericano. Con ella llegaron las primeras viñas a Chile. La trajeron desde España siendo listán y aquí acabó bautizada como país. Es criolla en Argentina, negra criolla en Bolivia y misión o también rosa del Perú en México y las zonas vinícolas del sur de los actuales Estados Unidos. Con la reivindicación de la país llegó el fervor por los vinos del pueblo, que siempre fueron los pipeños. Cepa y vino compartieron destino y consideración, arrastrando todos los sambenitos que suelen acompañar la existencia de los vinos más humildes y populares del mercado.
Me fascinan los vinos de uva país desde la primera vez que los probé. Fue un pipeño hecho por Renán Cancino para Huaso de Sauzal. Lo recuerdo serio y fragante, pero sobre todo dotado de una seductora rusticidad. Por los años que han pasado y los ritmos de las elaboraciones (lo normal es que fermenten y pasen el primer un año en madera, a manudo la raulí local, o en depósito de cemento, y otro en botella antes de salir al mercado en su segundo año), debió ser de la cosecha de 2014, la primera que salió al mercado. Acabo de encontrar una botella de la misma añada, gracias al trabajo de búsqueda de la sumiller Macarena Lladser, que me ha organizado un recorrido por las cosechas que definen el trayecto de la país y los pipeños en dos de los principales valles vinícolas de Chile, el Valle del Maule y Biobío.
El trabajo de Renán Cancino recoge los viejos usos vinícolas, que empiezan por el zarandeo de las uvas. El mosto se extraía restregando los racimos sobre una tabla como las de lavar la ropa, instalada sobre una cuba abierta, hecha de raulí. Allí fermentaban y se dejaban reposar. La intervención sobre los vinos es mínima; dos años de reposo, uno de ellos en botella. Le veo profundidad y más acidez de la habitual en estos vinos; tendrá una vida más larga. Macarena también consiguió una botella del Huasa de Pilén Alto, de 2014. Fue el primer nuevo pipeño que vio el mercado chileno, y todavía se muestra con nervio. El responsable fue un joven enólogo francés llamado Louis Antoine Luyt, al que se suele adjudicar el redescubrimiento de la variedad, y con ella la reivindicación de las viejas formas del vino. También es suyo el Pipeño País de 2015, un vino evolucionado, fácil y amable, concebido para el mercado exterior. En Chile solo queden botellas sueltas. Del Valle del Maule también pruebo el País Viejo de J. Bauchon, hecho por Cristian Sepúlveda, recuperando parras asilvestradas, y el Aúpa, que mezcla la país con algo de Carignan.
El salto hasta Biobío muestra un paisaje de vinos más ligeros, también más vibrantes y luminosos, que Mararena Lladser define como más puros. Los han sabido explorar enólogos como Manuel Moraga, en Cacique Maravilla, Mauricio González en Estación Yumbel y Tinto de Rulo, o Roberto Henríquez en Santa Cruz de Coya. Su País me llega de la cosecha de 2018 y es de esos vinos que engancha. En todos encuentro las formas de vinos afinados con calma, poco a poco, pero sobre todo veo el corazón de los nuevos vinos de Chile.