Cata estelar Leer los secretos del vino en las estrellas

Junto al meandro de Matalobos asistimos a una lección magistral sobre vino, vida y universo con los Valdelana

Julián Méndez

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A medianoche, una estrella fugaz rasga el cielo y su luz se desvanece hacia el Oeste mientras ilumina las cabezas del centenar de asistentes a la cata estelar. Estamos en el Jardín de las Variedades de Valdelana, encaramados a un cerro bajo el que transcurre el meandro del Ebro al que llaman Matalobos para participar en primera persona en una de las experiencias más singulares (y premiadas) del mundo del vino.

 

Juanje Valdelana (62) toma en su mano un objeto con el aspecto de mango de una espada de Han Solo, aprieta el interruptor et voilà! Un rayo láser azul, pujante, poderoso, se eleva hacia la noche hasta detenerse en Altair, «en la constelación del Águila, una estrella muy joven a la que el día le dura seis horas», explica el enólogo, educado en la estricta disciplina del Monasterio de San Millán de la Cogolla, cuna del castellano y del euskera.

 

Allí, en las largas noches de los cuatro cursos que pasó con los monjes benedictinos, aprendió el siempre elegante Juan Jesús los principios del catasterismo, una brillante manera de relacionar a los personajes de la mitología griega y romana con estrellas y constelaciones. Muchos años después, emplea aquellos conocimientos cosmogónicos para identificar y narrar las leyendas que inventaron los aqueos sobre Arturo, Vega, Altair, la Corona Boreal o la estrella Polar que brilla en la Vía Láctea. Mientras, su hijo Juan, decimoquinta generación de viñadores en esta tierra de frontera, explica y razona los cinco vinos que se sirven a los asistentes en la noche.

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Las copas de colores, rojas, azules, naranjas, verdes, que se iluminan al contacto con el vino, forman un rosario de luz. Los asistentes, mecidos por la música en esta gigantesca sala de catas al aire libre, huelen y saborean cinco vinos de la familia: el rosado Rosé; un espectacular blanco de influencia atlántica; Vi-Ve, el cosechero de maceración carbónica con su singular gusto a «palote»; Agnus crianza y el semidulce que Juan Valdelana Villuendas (32) hizo en casa tras pasar por bodegas californianas.

 

Para mi grupo (asistimos unas 130 personas, entre ellas una amplia representación de trabajadores de la bodega con sus familias) todo comenzó a las siete y cuarto de la tarde con una visita guiada por la bodega familiar. Junto a antigüedades, reliquias (se accede a los depósitos y calaos por un confesionario), tinos y comportones, restos arqueológicos y geológicos, aperos de labranza y maquinaria agrícola, se suceden los recuerdos de una familia llegada del valle de Lana y que hunde sus raíces en esta tierra desde 1583″.

 

Luego, la caravana de coches se dirige tras recorrer una vereda de cipreses, ese árbol «enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongoja el cielo» con su lanza (en poesía de Gerardo Diego), hasta la viña experimental en la que crecen un centenar largo de diferentes variedades de vid, con su excavado lagar rupestre, sus muelas de molino y el tinglado con el escenario donde interpretarán su repertorio (dominarán canciones de Amaral) Silvia Gutiérrez, enfermera, con su marido, Manolo Fernández, a la guitarra, ambos de Rincón de Soto.

 

Junto a la cruz gigante, al lado del arco de piedra recuperado del vecino molino ribereño en una de cuyas jambas se muestra una mezuzá con versículos de la Torá colocada allí por el arqueólogo israelí Avi Gopher, en el columpio que se asoma al cauce del Ebro, las parejas, los grupos, las familias, los solitarios, se hacen fotos, piden que les hagan instantáneas. Unos pocos disfrutan de la fugacidad del instante, de la belleza, en calma, con una copa de vino en la mano.

 

Elena Gandía, abogada que trabaja en una notaría de Vitoria, le ha regalado la experiencia del atardecer del vino a Raúl Sáez, que trabajó 17 años para la familia de Julián Chivite en Cintruénigo y ayudó al nacimiento del rosado de Garnacha Las Fincas. «Es toda una sorpresa; un plan guay para desconectar», resume. «Hemos venido a ciegas; la verdad, hasta no conocer a Raúl, no tenía ni idea del mundo del vino. Es una experiencia muy alejada de la visita típica a una bodega», apuntaba Elena. Para Piluca Uyarra, de Logroño, la cata constituyó «un regalo de dos personas que me hacen más bonita y fácil la vida». «Aquí te hacen entender desde el principio el duro trabajo para obtener este «oro riojano». También hay un toque romántico con la cena orquestada de fondo, el tiovivo y el columpio que parecen sacados de un cuento. Este atardecer junto al meandro te hace desear que no termine el día», resaltaba.

 

Eider Barambio y Marc Moreno, de Durango, visitaron hace cuatro años la bodega y hace tres semanas regalaron el maridaje estelar a los padres de Eider. «Ahora estamos nosotros aquí; es un momento espectacular. Nos atrae el mundo del vino, la cultura y el esfuerzo que lo rodea, el ambiente que se genera en escenarios así».

«Queremos que los asistentes vivan una experiencia especial. Se establecen vínculos y relaciones muy singulares en estos encuentros que llevamos celebrando diez años. Lo más importante del vino es la compañía», explica Juanje Valdelana, zapatos azules de charol, que se lanza a explicar el mito de la regeneración a través del mito del águila real con la constelación del mismo nombre donde titila Altair.

Vinos joviales, alegres

«El séptimo día del séptimo mes, Altair y Vega están juntas. Siete meses, el mismo tiempo que necesita el vino para existir», acota Valdelana padre. Al cabo, su hijo habla de las Malvasías riojanas, de la «jovialidad» de los vinos, de olores y sabores cuyo mero nombre nos hace reconocerlos en cada sorbo (identificarlos, saber a qué sabe, que ese es el fundamento de la cata) aunque, como enólogo e ingeniero agrícola de profunda formación, incorpore palabras, compuestos como el 3 etil butilo o la whisky lactona o metil octalactona, que, generoso como es, «traduce» luego y los hace responsables de los aromas a coco o a vainilla (esta noche, entre sus oyentes está el profesor Peña Navaridas). Escucharle con atención es una inmersión absoluta en lo mejor de la viticultura recreativa. Un visitante muy animoso, llegado de tierras valencianas, brinda hasta con la Luna.

 

Juanje vuelve a enfocar su láser hacia el firmamento. Antes acostumbraban a llamar al aeropuerto de Agoncillo para que les permitieran iluminar el cielo. Ahora les basta con consultar aplicaciones como Fligthradar24 para conocer el tráfico aéreo y descartar así cualquier molestia a los comandantes.

 

Conocí a Juan Valdelana, al que llaman El Pequeño, el verano pasado en Samaniego. Probé su Tronco Negro (uno de los cinco Vinos Singulares que él trabaja, de los once pagos especiales de la familia) y descubrí que forma parte de esos jóvenes enólogos que están llamados a grandes cosas en Rioja por formación y deseo: colaboró en recuperar especies perdidas en Tenerife, fue «adoptado» por los Gallo como uno más de la familia (la mayor bodega del mundo, con 8.000 empleados que produce vinos top en Sonoma, Napa y Central Valley) por su modo de subir las escaleras «¡de dos en dos!», y regresó a casa para charlar con el abuelo Isidoro e ir refundando con su hermana Judit la Bodega Valdelana del futuro. «Para hacer un vino bueno, con tacto de cirujano, hay que estar muy, muy bien. Tranquilo. Huyo de los vinos sin alma», me dijo.

 

Por eso se me ocurre (seguro que el bueno de Juan ya está en ello) que un vino con burbujas sería el cierre dorado de esta cata estelar. Para exclamar, como aquel buen abad Dom Pérignon, «¡¡¡estoy bebiendo estrellas!!!».