El Escorial, fortificados chilenos del Aconcagua

Inspirado por los oportos portugueses, Rodrigo Espinoza comenzó a elaborar vinos fortificados en su bodega familiar El Escorial de Panquehue y abrió un nuevo camino en el vino chileno

Mariana Martínez

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“Siempre me gustó el oporto. En mi casa se tomaba desde que era niño, recuerdo que con 5 o 6 años ya tenía permiso para tomarlo diluido con gua, y cuando empecé a hacer vino, pensé que en Chile había espacio para algo bien hecho de este estilo”, dice Rodrigo Espinoza Carey, dueño de la bodega El Escorial, en Panquehue. Su voz es campechana, segura, pausada; la de alguien que ha recorrido un largo camino para encontrar su propia forma de hacer las cosas.

 

La historia de Espinoza y de su viña El Escorial de Panquehue, a tan solo una hora la norte de la ciudad de Santiago, comienza en el siglo XIX; en 1880 para ser más precisos, de la mano de la adinerada familia Brown. La familia Carey se volverá dueña de sus 1.000 hectáreas en 1920 cuando Santiago ‘James’ Carey, de origen irlandés, compró la hacienda ya a mal traer. Su logro, cerca de 1935, fue convertirla en una hacienda ejemplar aplicando todo lo que había aprendido joven en su viaje a Manchester, en plena revolución Industrial. Incluso, comenta Rodrigo, su nieto y mayor admirador, hay libros en lo que aparece como ejemplo de tecnificación de la agricultura chilena. 

 

Entre sus proezas, que el campo, con 130 hectáreas de viñedos de cepas tintas y blancas, tenía una turbina alemana de agua que generaba electricidad cuando nadie más en sus alrededores la tenía. Además, el abuelo construyó una exitosa fábrica de conservas que exportaba a Inglaterra bajo la preciosa marca Chile, algo muy adelantado para la época. A esta oferta exportadora, cuenta Rodrigo, incorporó vinos blancos, tintos y lo que entonces llamaban Coñac, con etiquetas que vincularon la región con la costa del Pacífico.

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Algunas botellas antiguas de la bodega familiar El Escorial. Foto cedida por Bodega El Escorial.

Desafortunadamente, la historia de la gran hacienda El Escorial de Panquehue dio un vuelco en 1944, al fallecer don Santiago. Con los años, se fragmentó y la familia perdió los campos, la casona y las bodegas. “De las 1.000 hectáreas originales, quedaron 130, y entre tantos hermanos, a mi madre le tocaron ocho. Yo partí con media hectárea”, recuerda Rodrigo. También recuerda que, para recuperar el nombre de la hacienda, hizo vigilancia por años en el registro de marcas; sabía que en algún momento caducaría y fue el primero en reclamarla.   

 

Renacer entre las ruinas

 

Mientras trabajaba en los más diversos oficios, entre ellos el cultivo de uvas de mesa, en 2009, Rodrigo Espinoza Carey, junto a su esposa Cristina Cortés y sus hijos, decidió retomar el legado familiar. Partió con la media hectárea heredada y poco a poco fue comprando y arrendando parcelas a tíos y primos. Recuperó la antigua entrada, y se quedó, de fondo, con las fachadas de las antiguas bodegas. Entonces, recuerda, “no había nada, y de la fábrica de conservas quedaba solo el caparazón. Planté media hectárea de moscatel ese 2011, luego media más en 2012, y comencé de nuevo”, cuenta. Lo hizo con la paciencia de quien entiende que las raíces tardan en afirmarse. 

 

Más tarde, ya con una casona y parte de la huerta recuperada, con sus seis palmeras y la antigua higuera, inspirado en un viñedo bajo la nieve que vio en Friuli, al norte de Italia, se le ocurrió crear un proyecto innovador de viñedos en altura. Arrendó por 20 años a un vecino un campo entre los 1.000 y 1.600 metros sobre el nivel del mar; en las empinadas laderas que hay de camino al centro de esquí Portillo, muy cerca de la frontera con Argentina. Con el apoyo de fondos del Estado, experimentó con cepas poco comunes en Chile entonces, como Chenin Blanc, Zinfandel y Sangiovese. La innovación buscaba determinar si estas cepas tenían la capacidad de adaptarse a la altura. Las variedades más exitosas del proyecto, junto con las que él sabía que no corrían riesgo, como Syrah y Malbec, hoy forman parte de su exitosa línea de vinos secos Cornisa.

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Los viñedos en altura de Bodega El Escorial. Foto cedida por El Escorial.

«Allá arriba», cuenta Rodrigo, «las parras aprendieron a brotar más tarde para evitar las heladas. Eso me hizo entender que uno no puede forzarla; hay que acompañarla». Esa misma paciencia lo llevó, poco después, a explorar una idea que pocos se atrevían a intentar: producir vinos fortificados en Chile.

 

El origen de una rareza

 

El año 2013 fue también el del primer ensayo de elaboración de fortificados, esos vinos dulces de alto grado que bebía curioso de chico. Con apenas unas barricas, Espinoza comenzó a probar distintas mezclas posibles. “Hicimos cerca de 180 mezclas en garrafas de cinco litros. Jugábamos con cepas, aguardientes de diferentes orígenes, momentos de corte… Los domingos nos juntábamos con amigos a probarlas. La mejor era la garrafa más vacía”, dice entre risas.

 

De ese juego bien serio nació su línea de vinos fortificados, inspirada en los clásicos oportos portugueses pero con sello chileno. Los vinos resultaron extraordinarios con la paciencia de la guarda. Los elaboró a partir de las mezclas de uvas Syrah, Malbec, Petit Syrah, Cabernet Sauvignon y Cabernet Franc. “El secreto está en tres cosas», dice su hacedor: «el aguardiente, la barrica y la uva concentrada”

 

Su método consiste en cortar la fermentación a mitad de camino adicionando aguardiente de uva de alta pureza. “Uso destilados excepcionales de vino, elaborados con una uva de la cual hay muy poca en Chile; la Moscatel de Frontignan o Moscatel de Petit Grain; una uva chiquitita, apretada, difícil, pero aromática como ninguna”. 

 

Con su acostumbrada mezcla de ingenio y paciencia, esta vez en el registro de marcas consiguió, después de varias oposiciones la marca Sypor-t.  ‘Sy’ por Syrah, la uva primordial, la que le da mayor calidad en la cordillera, y ‘por-t’ porque sus estilos beben del de los vinos fortificados de Portugal. 

 

No es casualidad que los fortificados de El Escorial se dividan, siguiendo el modelo portugués, en tres estilos principales: Ruby, Tawny y Vintage. “El Vintage, con uvas intensas de la cordillera, y el Ruby con las de Panquehue. Ambos sin oxidación, siempre rellenando las barricas para conservar la fruta fresca. El Tawny, en cambio, tiene crianza oxidativa, lo que le da esos tonos teja y notas de frutos secos. Nos adelanta como primicia que pronto viene un Colheita; un Tawny con siete años de guarda.

 

La guarda como ingrediente

 

La paciencia, al igual que en Oporto, es parte esencial del proceso. Espinoza comenzó a producir para el mercado en 2014, y lanzó sus primeras 1.000 botellas recién en 2018.

 

Hoy, El Escorial tiene además su fortificado blanco, con uvas fermentadas y guardadas en acero inoxidable; un vino dulce y fresco a la vez, que suma tras agregar el aguardiente 17° de alcohol. Los tintos suman 18° de alcohol, y a diferencia del blanco, maduran en barricas viejas de seis a siete años: “Mientras más vieja la madera, mejor”. 

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La línea Sypor-t, vinos fortificados al estilo de los Oportos elaborados por Bodega El Escorial en Chile. Foto: Bodega El Escorial.

Entretanto, cada año siguiente guardó parte de cada cosecha para envejecer. “Es un sacrificio enorme, porque en diez años puedes perder hasta la mitad del vino por evaporación en las barricas. Pero no hay otra forma de lograr la integración real entre el vino y el alcohol.”

 

“Los fortificados no son vinos fáciles», dice Rodrigo, «pero cuando logras un equilibrio entre dulzor, frescor y estructura, se abre otro mundo. Yo, particularmente nunca he sentido tanto placer en la mesa con quesos, chocolates o postres, como junto a los fortificados”.  

 

Para venderlos, frente a su alto precio (desde 35 dólares los Tawny y Vintage), usa como argumento la larga vida una vez abiertos. También el placer que dan con solo unos tres mililitros de sorbos. “Cuando la gente viene a la viña, los invito a que hagan durar 30 mililitros en una hora. Quien lo logra se lleva de regalo una botella”. 

 

A sus 64 años, con la ayuda de Víctor Vargas su enólogo y asesor, Rodrigo Espinoza sigue al frente de todo: planta, poda, embotella… No tiene prisa. “Yo no quiero crecer en volumen, quiero crecer en valor”, dice, retomando una frase que resume su filosofía. 

 

En ese camino de la búsqueda de valor, realiza en su bodega numerosas actividades culturales, siempre con bailes folklóricos del mundo como centro. Con sus palmeras centenarias de fondo y la higuera al centro dando su espesa sombra y aromas. En esas actividades y en ferias, dice Espinoza, “el vino fortificado ya suma más de 50% de nuestras ventas. Hacerlo te obliga a entender el tiempo y la materia prima. No hay atajos; si los intentas (y vaya que me los han ofrecido), se nota enseguida”, concluye.

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