¿De verdad que el aguacate es un fruto saludable?

Ignacio Medina

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Cuando conocí a María Margarita Tinoco ya pasaba los 76, vivía en una cabaña en su chacra de Luricocha, en la sierra ayacuchana, y me contó que pasaba muchas noches escondida entre la vegetación, vigilando para que los ladrones no le robaban las paltas, que es como en esta parte del mundo conocemos a los aguacates. Era una de sus dos grandes preocupaciones; frente a la falta de agua, el mayor de sus problemas, no podía hacer nada.

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La palta necesita mucho riego, pero el agua apenas llegaba entonces cada dos meses a los campos de Luricocha. Hoy es peor; faltan reservorios y sobra resignación. María Margarita cultiva sus tres yugadas de terreno (unos 4.500 m2) como siempre se hizo, mezclando variedades que se apoyen entre ellas y utilizando fertilizantes o tratamientos naturales. Prefería evitar el camino fácil, que además nunca hubiera podido pagar. Recurría a microorganismos de monte -MM, hongos mezclados con maíz orgánico- para fortalecer los suelos y aplicaba M5 -una mezcla de ají, ajo, jengibre, cebolla… fermentados durante un mes- contra las plagas, o en casos extremos el cube, una planta de la selva.

La falta de agua en esta zona del sur de la sierra andina peruana tiene mucho que ver con las necesidades de la agricultura intensiva y todavía más con las prácticas de las compañías mineras. Las paltas de María Margarita no llegan al mercado indicando su origen o su naturaleza orgánica, tampoco sabe donde se venden más allá de las que ella lleva al mercado de Huanta. Me acuerdo de ella cada vez que veo una caja de paltas en la bodega de la esquina o en el mercado, y mucho más cuando me sirven una palta aguachenta cosechada fuera de su temporada natural, que en Perú va de febrero a julio o agosto.

La palta también manda en Petorca, Valparaíso, a más de 3.000 kilómetros de Luricocha y 1.200 km al sur del límite de la franja tropical, su medio natural. Llegó como un complemento para la pequeña agricultura pero las obsesiones del mercado la llevaron al monocultivo. Hoy ocupa 5.592 hectáreas, el 95 % de la superficie agrícola de la comuna y, según datos de la Mesa regional del agua, más de la mitad de los árboles crecen en tierras no aptas para su cultivo.

No preocupa a las grandes compañías agrícolas que multiplicaron su presencia desde 2007 y suplen las carencias del suelo con agua y nutrientes añadidos. Los ríos Petorca y Ligua se agotaron entre finales del siglo XX y los primeros años del XXI, pero el agua no es un problema para los grandes productores; la constitución chilena consagra la entrega a particulares de los derechos sobre el agua y la venta del recurso. El agua se busca cada vez más profundo, esquilmando los acuíferos. Calculan que se necesitan 436 litros para conseguir un kilo de palta; el WRI (Instituto de Recursos Mundiales) sube la cifra por encima de 600 litros en otras zonas. Más de la mitad de las 220.000 toneladas de palta que cosechó Chile en la última campaña crecieron en Petorca. En 2018, su exportación generó ingresos superiores a 14.000 millones dólares, que no fueron suficientes para asegurar el acceso al agua corriente para todos los habitantes de la comarca; cerca de 40.000 viven condenados a apañarse con camiones cisterna. Para ellos y para sus tierras, de las que han desparecido los bosques nativos y los cultivos tradicionales, la palta no es un producto saludable.

Si el aguacate pudiera soñar lo haría con crecer en Michoacán: clima propicio y cosechas abundantes que se alargan todo el año. Es el primer estado productor de México y el principal proveedor del mercado norteamericano, donde en poco más de diez años ha pasado de ser un producto casi de lujo, en todo caso extraño, a gozar de tal popularidad que las exportaciones a EE UU superan las 100.000 toneladas anuales. Sus promotores pagan desde 2015 un anuncio de 30 segundos en el intermedio de la Super Bowl, con un coste estimado por Blomberg en 5 millones de dólares. A cambio, se calcula que la mitad de los 300.000 habitantes de Uruapán, epicentro del cultivo mexicano de aguacate, vive en la pobreza; la mayoría se dedican a cultivarlo, cosecharlo o empacarlo.

En los últimos 40 años, las plantaciones de Michoacan aumentaron en un 342 %, hasta rondar las 180.000 hectáreas, a menudo a costa de los bosques naturales. En un país donde el éxito suele tener precio, la prosperidad del aguacate llamó la atención de los cárteles, multiplicando la violencia, el pago de cuotas y la apropiación forzada de tierras y plantaciones. Las autoridades mexicanas estimaron en 2008 que los ataques al sector reportaban al crimen organizado unos 53 millones de dólares anuales. Se me viene todo eso a la cabeza cada vez que un restaurante toma el camino fácil, consagrando el aguacate en el centro de un canto a la vulgaridad, habitualmente compartido con sus compinches habituales, el tartar, la hamburguesa, el cebiche, la ensalada de quinua y el tiradito.

En el sur de España también se cuecen aguacates, sobre todo en la Axarquía malagueña y en la costa de Granada, donde las plantaciones aumentan y el clima subtropical no da más de sí: cada día necesitan más agua y las reservas tienen un límite. Solo en Málaga ocupan cerca de 7.000 hectáreas y la cifra sigue aumentando; los recursos hídricos de esas comarcas, en las que el mango echa una mano, están por debajo del límite. La amenaza, largamente anunciada, es hoy una realidad. Parece que todas estas historias se repiten en uno u otro sentido en Israel, Sudáfrica, Indonesia, Kenia y otros países productores El precio que pagamos por cada fruto, venga de donde venga, nunca llega a cubrir el coste real que implica su cultivo. El aguacate o la palta, como quieran llamarlo, no tiene la culpa, solo es otra víctima de la cocina global.