En medio del auge de las cafeterías en todo el mundo, la necesidad de definir un concepto es casi tan apremiante como la de diferenciarse de las demás. Si bien hay una tendencia sostenida a repetir las mismas fórmulas, existen intrépidos visionarios que arriesgan y se salen del libreto.
Los micro cafés
De entrada, esta pequeñísima cafetería me anticipa una experiencia singular. Su claustrofóbica brevedad genera una impresión doble y contradictoria al mismo tiempo: por un lado, evoca las minúsculas escenografías de los juegos de infancia, con un menaje que parece sacado de una novela de Lewis Carroll y una oferta de delicatessen que se come de un solo bocado; por otro, las paredes descascaradas y el techo próximo a caer sobre mi cabeza insinúan la sórdida arquitectura de una película de género gore. Más que curiosidad, un ímpetu que llamaré profesional me empuja a la barra y aventurarme a pedir un café. El lugar es tan estrecho que la persona que me acompaña se ve de pronto en el dilema de quedarse afuera y esperar su turno, o compartir conmigo un nivel de intimidad inevitablemente mayor mientras esperamos nuestras bebidas.
Lo limitado del espacio promete una especial concentración en la experiencia sensorial. Al menos eso creo hasta que observo con un poco más de atención la calidad de los granos que reposan en la tolva del molino. Con los años se ha convertido en un acto reflejo, inmediato y absolutamente consciente, que se repite cada vez que entro por primera vez a una cafetería. De hecho, con solo identificar el nivel de tostado de los granos es posible predecir la calidad de la bebida final. Hoy, una pátina brillante me dice que o bien el dueño del lugar es la reencarnación de un verdugo inclemente o, lo que también es común, que el tostador no tiene ni idea de que sobre tostar un café provoca que la estructura del grano se permeabilice, al punto que a las pocas horas los aceites exudan a la superficie, donde la oxidación hará que se rancien. Son difíciles de conocer y controlar; el lado oscuro también tiene sus límites.
Aunque son una tendencia global, las llamadas micro cafeterías se enfrentan al complicado reto de administrar con eficiencia las limitaciones propias de su reducido espacio. Especialmente en una cultura donde el ritual del café es sobre todo social, el concepto de ‘tomar e irse’ puede resultar muchas veces disuasivo o peligrosamente segmentado, lo que al final resulta ser lo mismo. Paradójicamente, la decisión de democratizar el producto ofreciendo un café de tostado oscuro (también se le llama tradicional) es, en realidad, un totalitarismo más. Sumado a la casi imperativa necesidad de servir las bebidas en envases de polipapel, este concepto de negocio obliga a quien se aventura a explorarlo a conciliar un elogiable y siempre necesario interés por la innovación, con el actual y quimérico ímpetu por ser parte de una tendencia o, lo que es aún más ilusorio, querer convertirse en una.
La nostalgia del sonido
Me recomiendan visitar una nueva cafetería donde, además de servir una mezcla correcta de cafés lavado y natural, ofrecen una interesante selección de discos de vinilo. Al principio la fórmula me suena a veleidad, a una estrategia más de mercadeo que hace de la nostalgia un bien de consumo. Sin embargo, el espacio tiene algo de exuberante y distópico. Los viejos tornamesas, los bordes de las infinitas fundas gastadas y los parlantes, dos gigantescas cajas acústicas que flanquean la barra, recuerdan la disposición de los tradicionales kissa, salones de té y café que se hicieron populares en Japón a inicios del XX.
Hacia fines de la década de los veinte se popularizó el consumo de café en las zonas urbanas de Japón, lo cual además coincidió con la importación del jazz, ícono estético del Occidente moderno. No es casual, como anota S. Hosokawa en Sound, Space and Sociality in Modern Japan (2014), que ambas experiencias (gustativo-olfativas y auditivas) tuvieran cierta afinidad sensorial y compartieran entre el público joven y universitario la imagen de la modernidad. Sin contar con una variable adicional: en muchos de estos lugares las meseras ofrecían entretenimiento ‘personal’ a los amantes del café y la buena música.
Con la Segunda Guerra Mundial, la gran mayoría de estos lugares serían clausurados, aunque retornarían con fuerza a partir de los años 50 -desprovistos de su lasciva aura original- y alcanzarán su esplendor entre las décadas de los 60 y 70. Muchos sobreviven gracias al renacimiento mundial del interés por los discos de vinilo, los equipos de audio de alta fidelidad y los espacios analógicos creados para el público audiófilo.
La historia de los cafés de especialidad en Japón no se ha limitado a la fórmula de los jazz kissaten (de hecho, la oferta de café en el país del sol naciente es una de las más sofisticadas del mundo), pero el interés generado en diferentes latitudes por la fórmula obliga a prestarle atención.
Si hay algo que habla del buen o mal gusto de un espacio es sin duda la música que este ofrece. Debe ser esa la razón por la cual cada vez que estoy en un lugar donde tocan música ‘relajante’ o chill out, como se le llama comúnmente, salgo más estresado que cuando entré. No hay nada más carente de gusto que una música que ha sido concebida ‘para el gusto de todos’. Afortunadamente, en la mayoría de estos lugares, la selección musical es curada por el dueño, nos guste o no a los demás.
Las bicicletas son para el verano
En muchas ciudades del mundo el ciclismo, profesional o amateur, representa una actividad de riesgo mortal. Pero las comunidades formadas en torno de esta práctica han encontrado un oasis para sus incursiones matutinas en espacios híbridos, los Bike & Coffee Shops, lugares donde la afición por los velocípedos se encuentra con un oportuno y necesario aprecio por el café. A estas cafeterías se llega montado en dos ruedas, solo o en grupo, y siempre vistiendo el spandex con hidalguía, haga calor o frío. Sin importar las dosis de elixir energizante que se ingieran en estas barras antes de empezar la ruta, hay una cuota de temeridad militante en una práctica que, según la OMS, solo en Latinoamérica cobra casi cinco mil víctimas al año. La razón, hay que aclararlo, no es el consumo de cafeína.
Uno podría preguntarse si la relación entre la pasión por el café y el ciclismo es algo meramente incidental o, en el mejor de los casos, un hecho aislado en ciudades donde la práctica de este deporte resulta privilegiada gracias a sistemas viales inclusivos. Puede haber sido así en un principio. Hoy en día, este concepto no solo constituye un fenómeno en expansión en ambos hemisferios, sino que además da pie para el desarrollo de eslabones intermedios en ambas industrias, como la oferta de equipos y artículos para la práctica de este deporte, el desarrollo de herramientas para la preparación del café o, simplemente, la promoción y el respaldo a la cultura de la bicicleta como estilo de vida socialmente saludable.
Especialmente en las ciudades latinoamericanas, donde la infraestructura para el transporte ha colapsado hace ya tiempo y predomina el uso indiscriminado del vehículo privado, el empleo de medios de transporte como este resulta en una exigencia inoportuna y real, casi tanto como la de un café preparado con cariño y respeto.
Habrá muchos conceptos más, y cada uno de ellos ofrece experiencias no solo diferentes, sino social y culturalmente significativas alrededor de una taza de café. Frente a la sostenida y alimentada tendencia de los cafés como ‘terceros espacios’ donde el público se distiende y ocupa una mesa o sofá (o los dos) durante horas con un consumo mínimo, las micro cafeterías parecen haber aparecido para recordar a los clientes que especialmente en los centros urbanos, el costo por metro cuadrado es cada vez más alto y la rotación es la clave de la supervivencia del negocio. A su vez, la oferta musical atendida con el mismo esmero que un café filtrado nos recuerda que el disfrute estético de nuestra bebida puede ser -de hecho, lo es- absolutamente polisensorial. Y ese afortunado encuentro de las bicicletas y el café no hace otra cosa que reiterar la necesidad humana, demasiado humana, de compartir con los otros nuestras historias de viaje, en rituales que se reinventan con el tiempo.