En el número 41 de la calle Duque de Sesto, en el madrileñísimo barrio de Salamanca, hay una placa en recuerdo de un barcelonés con corazón de «gato». Luis Carandell Robusté (1929-2002) vivió en ese edificio durante 39 años, más de la mitad de una vida dedicada en cuerpo y alma al periodismo.
Le recordarán ustedes sobre todo como presentador del Telediario en los 80, luciendo sempiternas gafas y perilla, aunque tuvo también una destacada carrera en radio y prensa escrita: fue corresponsal en países como Egipto, Japón, Israel o la URSS, cronista parlamentario en los años de la Transición y creador de la célebre sección ‘Celtiberia show’ en la revista Triunfo. Escribió en publicaciones tan dispares como Cuadernos para el diálogo, Hermano Lobo, Diario 16 o Viajar y publicó numerosos libros, aunque repasando su obra lo que más llame la atención sea la cantidad de títulos que dedicó a las bellezas y miserias de Madrid. ‘Conocer Madrid’, ‘Madrid es más que Madrid’, ‘Un paseo por Madrid’, ‘Reencontrar Madrid’, ‘Qué pasa en Madrid’, ‘Paisajes literarios de Madrid’, ‘Madrid al pie de la letra’, ‘Madrid, Madrid, Madrid’, ‘Del cielo a Madrid’… Hijo adoptivo y cronista oficioso de la ciudad, como buen forastero –estudió allí a finales de los 40 y se instaló definitivamente en 1961– fue capaz de ver lo bueno y lo malo que escondían sus calles, distinguiendo con ojo crítico lo que diferenciaba a Madrid de otras urbes.
En 1967 Carandell publicó su primer libro sobre la capital, una mezcla de ensayo, sátira, historia y costumbrismo titulada ‘Vivir en Madrid’. En él habló de cafés con leche, de tascas, de chateo, de cañas de cerveza y churros con chocolate, de gambas a la plancha y de otras tapas típicas de los bares madrileños de aquellos años, como la ensaladilla, los boquerones en vinagre o las «conferencias con Burgos» (morcilla burgalesa sobre un trozo de pan) o Soria (torrezno sobre pan). Lógicamente no olvidó mencionar una de las tapas estrella de aquellos tiempos, las bravas. «Las patatas bravas, que en algunos sitios se llaman «patatas a lo pobre» son patatas fritas con salsa picante, como uno se imagina que los pobres comerían las patatas, es decir, untando pan en la salsa». Esta cita del bueno de Carandell ha sido usada y abusada desde el patatobraverismo oficialista por dos razones: la primera es que se ha considerado siempre la primera referencia escrita de la expresión «patatas bravas», mientras que la segunda utilizaba este breve testimonio como prueba de que las bravas eran lo mismo que las patatas a lo pobre, una receta que sí aparece descrita en recetarios antiguos.
Las «patatas a la pobre» eran a mediados del siglo XIX simples patatas cocidas que hacían la vez de pan, una receta paupérrima que dio pie a diversas versiones como las patatas fritas a lo pobre (hechas a fuego lento con muy, muy poco aceite) o una muy interesante que el periodista madrileño Enrique Sepúlveda compartió en diciembre de 1891 con el gastrónomo Ángel Muro. Aquel modesto guisado de patatas apareció en el ‘Almanaque de Conferencias culinarias para el año 1892’ del señor Muro, descrito como la comida típica los albañiles y otros esforzados currantes de Madrid: «Se pone a freír sebo (el sebo suple en la comida del pobre a toda otra clase de sustancia) y mientras tanto se pelan las patatas. Después se sumergen, recortaditas, en el sebo, y se le añade sal, pimentón, perejil, a veces azafrán y siempre ajo. La conjunción requiere un paladar forrado en bronce». No sé si Sepúlveda achacaba lo contundente del plato al ajo, al pimentón o al horrible sebo, pero está claro que éste era un guiso popular entre las clases bajas que si bien pudo abrir la puerta a las futuras bravas es también esencialmente distinto a ellas.
Lo raro es que Carandell mezclara unas y otras patatas en 1967, cuando las bravas ya eran conocidas en muchos sitios de España y tipiquísimas en Madrid. El suyo no siquiera fue el primer texto que mencionó este plato, que ese mismo año apareció en ‘Gente de Madrid’ de Juan García Hortelano («… mejor una ración de patatas la brava») y en numerosos medios de comunicación escrita como La Codorniz o El Diario de Las Palmas. Ya en 1965 un artículo del periódico Pueblo había listado las patatas bravas entre los pinchos y tapas más típicos de España. El 20 de agosto de 1964 el Diario de Navarra informó de un altercado ocurrido en una taberna madrileña y causado por el escaso picante de una salsa supuestamente brava: tras pedir una jarra de vino blanco y una ración de patatas bravas tres clientes acabaron discutiendo con el tabernero porque la salsa acompañante era de tomate y no picaba. De tomate sí o tomate no hablaremos otro día, pero lo importante aquí es que el diario navarro decía textualmente «patatas bravas, de tal forma llaman en la Villa del oso y del madroño a las patatas cocidas en una salsa especial con dosis masivas de picante. En Pamplona también las venden». ¡Bravas en Iruña hace 58 años! Por si les pica la curiosidad, he encontrado incluso una referencia anterior: el 20 de mayo del 63 el diario gijonés Voluntad mencionó las patatas bravas de pasada y con total naturalidad, como si todos sus lectores supieran lo que eran.
Foto: Composición Ana Vega.