Al amor del fuego

Las brasas y la parrilla son las protagonistas en Luz de Lumbre, el hermano pequeño de La Taberna de Elia.

Alberto Luchini

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El rumano Catalin Aurelian Lupu llegó a España en la primera década del actual siglo y quiso el azar que fuese a aterrizar en el pueblo vallisoletano de Tordesillas, donde encontró trabajo en el mítico asador El Torreón. De la mano de su patrón, Jeremías de Lózar, aprendió todos los secretos del arte de las brasas y la parrilla y, con los conocimientos adquiridos, se trasladó en 2007 a Pozuelo de Alarcón (Madrid) para abrir su propio negocio, La Taberna de Elia. En sus quince años de vida, este restaurante se ha ganado, más que merecidamente por su perfecto manejo del fuego y su concienzuda selección de carnes de distintas razas y con distintos puntos de maduración, la consideración no sólo de ser el mejor asador de Madrid, sino de ser uno de los mejores de España, con derecho a sentarse a la misma mesa que los grandes templos del norte del país.

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Cata trabajando la parrilla en el nuevo local. Foto: Luz de Lumbre.

Vecino de San Lorenzo del Escorial, hace tiempo que rondaba por la cabeza de Cata (como es conocido por familiares, amigos, clientes, proveedores y periodistas) la idea de abrir un segundo restaurante en su localidad serrana de residencia. Un proyecto que, por cuestiones pandémicas y vicisitudes varias, se fue retrasando hasta que, finalmente, Luz de Lumbre abrió sus puertas en Semana Santa de 2022. El nombre es toda una declaración de intenciones. Por dos motivos. Primero, y lo más importante, porque la parrilla y la lumbre son el eje alrededor del cual gravita toda la oferta. Y, segundo, para diferenciarse de la casa madre porque, aunque tiene algunos puntos en común con ella, el concepto es completamente diferente: quien piense que en Luz de Lumbre se va a encontrar con una segunda Taberna de Elia, se equivoca completamente.

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Chuletón de simmental con patatas fritas. Foto: Alberto Lucchini.

Los que conozcan previamente el local de Pozuelo apenas si encontrarán cinco platos repetidos: el mítico pisto hecho con una receta propia y acompañado con huevo de corral (incluye berenjenas y cuenta con una legión de adeptos), el queso frito, los crujientes y jugosos torreznos, el tartar de carne y los chuletones de black angus y simmental con maduraciones entre veinte días y tres meses (imprescindible acompañarlos con unas mundiales patatas fritas en sartén), que son las dos únicas carnes que se trabajan en El Escorial, por un lado para que sean accesibles para todos los públicos y por otra parte para que el ticket medio resulte más popular. Porque ése es uno de los objetivos de este local, democratizar la alta gastronomía, utilizando la misma materia prima que en la casa madre pero dándole diferentes tratamientos para suavizar los precios sin que haya merma de calidad.

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Berberechos al vapor. Foto: Alberto Luchini.

Los pescados a la brasa son otra de las grandes apuestas del proyecto. Como cambian casi diariamente en función del mercado, se ofrecen siempre fuera de carta de viva voz. En nuestra visita, llegaron a la mesa unas impecables cocochas de merluza al pilpil y unos berberechos de imponente tamaño apenas salteados con aceite y limón (preparados, ambos, en sartén sobre la brasa) y una ventresca de bonito con salsa de soja, vinagre de Jerez, AOVE y sésamo que se deshace, literalmente, en la boca. En otras ocasiones, puede ser rape, lenguado, rodaballo o lubina.

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Ventresca de bonito a la parrilla. Foto: Alberto Luchini.

El pescado también está presente en varios de los platos más populares de Luz de Lumbre: los rollitos de arenque escabechado sobre base de alga wakame y coulis de mango, muy fáciles de compartir pero un tanto desequilibrados pues el dulzor del coulis está por encima del escabeche; la hamburguesa de salmón en brioche con tinta de calamar, a la que quizá le vendría bien algo de acidez para contrarrestar la grasa del pescado y del pan, y que sorprendentemente tiene más predicamento que la de vaca madurada; y el tartar de gamba roja acevichado que no es exactamente lo que dice su enunciado, porque la gamba roja llega entera y lo que está «tartarizado» son los tomates y el aguacate que la acompañan.

 

Sorprende, y para bien, el apartado de verduras. El plato de puerro a la brasa y la coliflor tostada con salsas kimchi y romescu es puro vicio, se comen los trozos de liliácea y crucífera como si fueran pipas. De hecho, funcionarían perfectamente como acompañamiento de la carne en lugar de las patatas fritas… Exactamente los mismo ocurre con la tempura de boniato y berenjena con mayonesa de chipotle. Dos propuestas que entusiasman a los amantes de los vegetales y, comprobado in situ, hasta a aquellos que consideran que sólo son alimento para ganado.

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Gamba roja sobre tartar de tomate y aguacate. Foto: Alberto Luchini.

Prueba de la vocación familiar del local es el apartado de pizzas, esa fórmula infalible para satisfacer a los más pequeños. Se elaboran en un horno mixto de gas y leña con una masa fermentada entre 24 y 72 horas. La de cuatro quesos (mozzarella, provolone, gorgonzola y taleggio) es la que parte la pana, como es habitual entre el público español, y está más que correcta. Aunque la que sorprenderá a propios y extraños es la pizza de huevos rotos, en las que los huevos fritos, las patatas fritas (las mismas que se sirven como guarnición) y el jamón son los ingredientes. En realidad, se trata de una especie de humorada iconoclasta, ya que lo que hace la pizza es sustituir al pan que generalmente acompaña esta receta y que, aquí, en vez de estar en la mano, pues está debajo.

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Pizza de huevos rotos con patatas y jamón. Foto: Alberto Luchini.

Además de un magnífico parrillero, Cata es un gran aficionado a los vinos. Y eso se nota en una bodega que se sale de lo corriente y permite, sin necesidad de grandes dispendios (la etiqueta más cara no pasa de los 60 euros), encontrar pequeñas joyitas… especialmente dentro del campo de los generosos del sur de España, cuyas salinidad y sapidez son el contrapunto perfecto al toque ahumado de las brasas.

 

La ubicación es un tanto complicada, en un polígono industrial a las afueras de San Lorenzo (nada que no resuelva un GPS y que, por otra parte, supone el plus añadido de que es sencillísimo aparcar en la puerta misma, incluso en los días de más afluencia turística al pueblo), y el restaurante ocupa un chalecito con tres ambientes bien diferenciados: una agradable y muy silenciosa terraza para las noches estivales, un comedor informal, sin manteles en las mesas, con motivos vegetales y mobiliario funcional destinado principalmente a grupos y familias, y una sala, por así decirlo, más puesta, con mesas vestidas, decorada con cuadros contemporáneos y con vistas de la parrilla, destinada a comidas más formales o íntimas.

 

En un tiempo en el que la palabra fuego es sinónimo de destrucción, aquí viene a ser sinónimo de vida. Mucho mejor así.

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