Receta (1). Un relato

El 29 de enero de 1868, desembarcó en el puerto de Dover un aventurero francés. Bautizado en la capilla de Saint-Michel de Carnac como Marcel Souvestre, era hombre de innegable optimismo y no poca mala suerte. A ésta se unían una mezquina fealdad y la insidiosa cojera que acompañara al gabacho desde su participación como padrino de un joven poeta occitano, con notable fama de donjuán en París, en un duelo a pistola contra un decadente aristócrata agraviado, cuando la errática bala perdida del disparo de su avalado rebotó contra una plancha de metal del carruaje que los había llevado hasta el cementerio de Père-Lachaise (lugar tranquilo en el cual se esperaba, además, la permanencia indefinida de alguno de los duelistas) para alojarse, incómoda para cirujano y -especialmente- paciente, en la rodilla de Souvestre.

Llegaba desde Calais a la Pérfida Albión como sus antepasados normandos, pleno de ambiciosas expectativas y sin ningún conocimiento de la lengua local. En sus primeras semanas le costó abrirse camino en las duras calles de la ciudad portuaria, ocupadas por fornidos estibadores y hoscos marineros que superaban con holgura la escasa estatura de Marcel y quienes con frecuencia veían en él un motivo, casi una provocación, para despertar instintos violentos los cuales algunos de ellos incluso desconocían tener; éso cuando no fue engañado por las meretrices más desdentadas, macilentas y malcaradas jamás vistas por sus ojos, las cuales lo repudiaban con toda clase de vejaciones verbales cuando Souvestre reclamaba sus servicios, y aun tras haber pagado el anticipo de los mismos; provocando la lógica indignación del cliente imaginario que, a su vez, se veía conducido de nuevo a los ingratos encuentros con marineros y estibadores, a la sazón empleados accidentales de los alcahuetes.

Casi sin dinero, humillado y abatido, el proverbial entusiasmo que acompañaba a Marcel desde su más tierna infancia, en la cual sus compañeros de la escuela religiosa rural no pararon de someterlo a crueles burlas y sádicos (tanto como sólo los niños son capaces) divertimentos, comenzó a entumecerse. Consideró haber decepcionado la memoria de su difunto padre, carcelero de la fortaleza de Ham, a quien no hubo de conocer, fallecido pocos días antes del alumbramiento, en la misma semana en la que Napoleón III escapara de entre los muros de la prisión, cambiando sus ropas con las de un carpintero; de forma que Marcel barajó ideas suicidas con avaricia, primero como una salida honorable e incluso -ya obligado a una mendicidad virtual en la que no sólo no recibía limosna sino que era blanco preferido de toda clase de agresiones salvajes-, como un agradable descanso a cuanto ya le parecía un cúmulo exagerado de desgracias concatenadas.

Intentó entonces ahorcarse, pero la cuerda podrida, única que pudo conseguir, se quebró a pesar del escaso y menguante peso del pellejo que llamaba cuerpo, provocando su precipitación sobre uno de los canales condenados del puerto; anegado, aunque no lo suficiente como para amortiguar el mayúsculo batacazo contra el fondo de la vía muerta de navegación, obliterada ésta de cieno.

Con los huesos molidos, al borde de la inconsciencia, ni siquiera pudo luchar por ahogarse, sumergiendo su cabeza en el fétido limo, cuyo dulzón y penetrante hedor lo reanimó en el acto, provocando en su tracto digestivo desagradables arcadas, incluso cuando nada guardaba el estómago susceptible de ser devuelto.

Cojo, apestoso, lacerado, más cubierto de hematomas que un boxeador a puño descubierto del prize-ring, vagó sin rumbo, golpeando todos los huesos doloridos de su pequeño esqueleto en una y otra pared, cruzando las calles de un abigarrado barrio palíndromo, cuyo principio parecía idéntico a su final. Intentó robar comida, pero no menos de tres contraventanas trillaron sus dedos torpes en plena sustracción alimentaria. Persiguió a un caballero por una calle oscura y, en su desesperación, se rebajó hasta el punto de intentar atracarlo, si bien su escaso conocimiento del inglés no ayudó a comunicar sus intenciones, por lo que únicamente recibió, con la precisión de un maestro canne de combat, dos certeros bastonazos de su víctima potencial, quien lo apartó de sí considerándolo sin duda un vulgar pedigüeño, gremio en el que ya ni siquiera tenía cabida el desdichado Marcel. Como ya había aprendido (con aflicción, claro está), los pobres defendían con ferocidad sus territorios de pordioseo y esa cierta clase de bienestar adquirido que les proporcionaba tener un lugar en el mundo, aunque dicho lugar sólo fuera un mohoso conjunto de adoquines.

Desorientado, sintiendo absoluta repugnancia hacia el resto de los seres humanos, maquinó perversos planes de asesinato y lucro, si bien los conjuró casi de inmediato tras reflexionar acerca de su azar más reciente. Consideró, no sin cierto sentido común y argumentos estadísticos, que cualquier proyecto criminal puesto en práctica por su persona no sólo estaría condenado al fracaso, sino que además habría de tener dolorosas consecuencias.

Después de años de incomprensible y sana euforia ante la adversidad, aquel país en el que parecía no existir el sol había conseguido devorar el ánimo de Marcel Souvestre. Se dio cuenta así de su mala suerte, sentándose a esperar, resignado, el próximo suceso desgraciado, en la esperanza de que, como mínimo, doliera menos que de costumbre. De tal forma cayó la noche y las temperaturas bajaron de forma considerable: el francés fue primero mordido por un frío irritante, capaz de aterir en el acto sus extremidades, llenando de dolor hasta la última várice de su nariz, mientras contemplaba, entre atónito y famélico, desde su privilegiada butaca pavimentada, cómo una horda de ratas se refugiaban en las alcantarillas de una sólida bruma, la cual avanzaba lentamente desde las calles que conducían al puerto. Ninguno de los animales pasó tan cerca del hambriento Souvestre como para que intentara apresarlo, pero sí lo hizo la niebla; y cuando llegó hasta él, ya no tenía frío sino sueño y no intentó resistirse a éste, pensando que era buena idea dormir aunque tan sólo fuera por no estar despierto.

Pero su tránsito onírico fue apenas una nada duradera, carente de contenido, mas sí prolongado o, al menos, éso le pareció. Cuando sus ojos se abrieron, torpes, cautos, estaba en un camastro. Una chimenea calentaba la estancia desconocida en la cual se hallaba tendido y olía a pan recién hecho, cuyo aroma lo trasladó brevemente a su infancia, cuando era rescatado de los brazos de Morfeo por inapelables efluvios de alborada, cientos de Kaisersemmel elaborados en las tahonas parisinas de de la rue de Richelieu. Pero si de algo podía estar orgulloso Marcel Souvestre era de sus narices de perro perdiguero, un descomunal órgano sensitivo, casi probóscide, que brotaba en el centro de su rostro como una seta deforme, de una sensibilidad tal que le permitía detectar con precisión la más mínima pizca de cualquier ingrediente que hubiera conocido con anterioridad, así como de recordar todos aquellos novedosos. Como era el caso.

Olía a pan, pero por encima del maremagno esencial, un aroma destacaba entre otros. En concreto se trataba de un pan, uno de soda y manzana. Percibía con todo detalle en su memoria el amargor de la levadura, un espeso suero de mantequilla, la frescura de una fruta excelente -como si ésta procediera del mismo Jardín del Edén- o la austeridad de la sal. Sin embargo, reconoció otras dos partículas aromáticas, mas sus extraordinarios detalles le habían sido desconocidos hasta aquel instante. Uno era denso, ahumado, efervescente; el otro, que indudablemente dimanaba de la fruta, resultaba más sutil: reverente, amilanado, mineral, casi soterrado.

Cuando trató de incorporarse advirtió severas dificultades para mover sus miembros con normalidad, provocadas éstas por fuertes vendajes que rodeaban sus múltiples lesiones. Su piel estaba limpia y casi se le hacía raro a Marcel verse despojado de las capas de abrigada inmundicia que lo habían acompañado en los últimos meses. Como si se tratara de una momia inquieta (incómoda y recién embalsamada), se incorporó, caminando con la flexibilidad de un diapasón, golpeando sus extremidades contra casi cualquier obstáculo disponible, incluso los más alejados: perseguía así la fragancia, en la idea de que todo aquello que se elabora necesariamente requiere un elaborador, quien, acaso, fuese capaz de despejar su perplejidad con alguna respuesta razonable que explicara su viaje desde la desapacible niebla hasta la grata cama de un hogar acogedor. Y de camino no dejó de temer que dicha argumentación no existiera, viéndose obligado así a soslayar un episodio de su vida; traumática situación para el francés, cuya memoria se esforzaba en recordar hasta el mínimo detalle de cada evento vivido -y no pocos habría deseado olvidar-, una forma, en su fundada opinión, de asegurar que él siempre era él y no cualquier otra persona.

El agradable aroma conducía hasta una puerta cerrada de grietosa madera a través de la cual se filtraba un culebreo de aire caliente de una tangible invisibilidad. Otras puertas cerradas y una escalera había dejado atrás, en la certeza de encontrarse en una vivienda de buenas dimensiones.

Marcel empujó la puerta y vio la cocina. Era grande, inmensa, casi palaciega o, al menos, lo que él podía pensar que era una cocina palaciega, repleta de instrumentos con una desahogada superficie central en la que se desplegaban dos mesas sólidas. Sus tableros lijados y sin barnizar estaban tan cubiertos de harina que casi le recordaban a la planicie nevada de Carpentras, en el departamento de Vaucluse, donde hubiera visitado la sinagoga más antigua de Francia, pensando entonces que quizás un cambio de religión variaría su suerte, tras sentir a aquellos judíos tan bien amados en la región. Al menos, supuso en aquel momento, que, si al fin y al cabo no había Dios como afirmaban algunos modernos, un sutil viraje de fe no le perjudicaría en absoluto y, al menos, nunca estaba de más conocer cosas nuevas.

(Continuará…)