España nunca ha disfrutado de tanta oferta de cocinas foráneas, muchas ejecutadas con excelencia, y de restaurantes que practican con entusiasmo las fusiones más variadas, pero ¿dónde queda la cocina regional? ¿Acabarán los baos congelados aniquilando el pincho de tortilla? ¿Engullirá la legión de ceviches a los escabeches?
En el apogeo de la globalización, los replicantes sin conocimiento y los seguidores de las modas culinarias amenazan con extinguir la esencia local. Las jornadas Conversaciones Heladas, impulsadas por los heladeros Fernando Sáenz y Angelines González (dellaSera) en Logroño, se convirtieron en esta sexta edición en un bote salvavidas de la identidad y el territorio en forma de espacio de reflexión multidisciplinar, con la gastronomía como eje.
Reunieron a diseñadores como Domingo García y Santos Bregaña, a los arquitectos María José de Blas y Rubén Picado, del estudio Picado de Blas; al periodista Txema Ybarra -autor del libro Artesanos, el buen hacer español– y a Alejandro Rituerto (Embutidos Alejandro) como ejemplos de trabajos que acompañan a la gastronomía en la recuperación de su vinculación al espacio y la historia locales, en este caso representadas por Luis Lera (Lera) y Santi Taura (Santi Taura y Dins) como ponentes, y por Francis Paniego (El Portal de Echaurren) como anfitrión.
A Luis Lera le costó convencer a sus padres para transformar el mesón familiar y convertirlo en Lera, un referente nacional en escabeches, platos de caza y guisos que saben a Castroverde de Campos, pequeña localidad zamorana de tradición cerealista donde los palomares, hoy abandonados, fueron durante décadas la base de una alimentación de subsistencia.
Ajeno a las tendencias, Lera ha hecho del pichón su producto fetiche y de la paloma su obsesión. “Animales humildes a los que sólo le aplicamos nuevas técnicas para que la esencia de la tierra siga intacta”, dice quien reconoce tener “la poca vergüenza” de empezar su menú degustación con unas lentejas. “En Lera tratamos de que cuando alguien llega sepa que está en Castilla y León, en Tierra de Campos y en Castroverde. Es sencillo: cocinar lo que nos rodea, hacer caso a la naturaleza y oír la tradición”.
¿Sencillo? No tanto como parece. Ahí está la administración para dificultar que un paisano intente criar razas autóctonas en libertad o que se cace. “Es más fácil encontrar un lomo de wagyu o atún de almadraba que una liebre o una perdiz de caza. A los cocineros rurales nos ponen muy difícil cocinar lo que nos rodea”, se lamentaba. Y eso que llevar el territorio al plato supone apoyar la economía local y evitar la despoblación de las zonas rurales, un grave problema en su región. “Nos agota la burocracia. Le pido a los productores que sigan luchando y a la administración que ayude para poder surtirnos de productos diferentes a los del ámbito urbano”.
Luis Lera se quejó de que “a nadie le gusta hoy decir cocina tradicional” y abogó por ella “porque acabaremos teniendo a muchos cocineros de Cuenca haciendo sushi, sashimi y tandoori” mientras se abandona la cocina regional.

Santi Taura tenía una larga lista de espera en el restaurante que lleva su nombre cuando abrió hace poco más de un año Dins “por amor a la cocina mallorquina”. Con un menú degustación de 40 euros en el restaurante Santi Taura se le quedaban “muchas cosas encerradas” que no podía hacer por su coste. “Dins me da más libertad, la posibilidad de investigar en el recetario mallorquín y usar el producto local. Me obligo a cocinar historia”, explicaba. Mostrarla a los visitantes y recuperarla para los mallorquines, dándole un toque “divertido y actual” sin perder el sabor de antaño. Presume de ser el único en el mundo en llevar a la mesa de un restaurante los cargols cuinats, una receta que requiere esmero y mucho tiempo, transfigura la greixonera y la empanada de pescado de Cuaresma, refina y ordena el pantagruélico asado de mero y lechona y cocina un arroz seco con embutidos que hace al comensal viajar en el tiempo. “La gente nos da las gracias porque pensaban que la cocina mallorquina eran seis recetas. Ya que no ganamos pasta, ganamos en elogios”, bromeaba.
Un empeño encomiable que quiere trasladar a su primer restaurante. “Convertirlo en un hermano pequeño de Dins, basado en el recetario tradicional y la temporada manteniendo el menú semanal”.
Taura cerró su intervención en el Espacio Lagares de Logroño con una recomendación en favor de la cocina comprometida con el producto y el territorio. “Las escuelas de hostelería y los cocineros jóvenes deberían empezar por un sofrito y un buen caldo antes de hacer una espuma un aire. Por ahí tienen que empezar a cambiar las cosas”.

La identidad también se puede transmitir en la cocina en temperatura negativa, como define Fernando Sáenz los helados artesanos que elabora junto con su mujer, Angelines González, en el obrador Gratè de Viana y distribuye a un centenar de restaurantes, con sabores personalizados, y en la heladería dellaSera de Logroño. Inmersos en la cultura vitivinícola riojana, nunca han encontrado sentido a hacer un helado de vino, “un producto ya acabado”, pero sí varios que evocan su esencia, como el de zumo de uva verde, de mosto de racima de invierno o de lías de vino blanco fermentado en barrica. Como no sólo de vino vive el hombre, también plasma su territorio en creaciones como la crema de limón al aceite de Alfaro, sombra de higuera o mazapán riojanito. Y si mira al exterior es para buscar recetas como la del mole mexicano, que “riojaniza” con ingredientes de proximidad como azafrán, pimiento choricero, nueces, champiñones, miel, aceite de oliva y pera. Una deliciosa novedad que llega ahora a la carta de dellaSera, referente de la heladería artesanal en España.
Mención también a Alejandro Rituerto, que lucha por mantener el “ADN riojano” en Embutidos Alejandro, con el chorizo como bandera. Su secreto: “Mete bueno y saldrá bueno”, una frase de su madre que aplica utilizando sólo carne de cerdo, pimentón, sal y ajo. Dio un buen consejo a quienes cambian el chorizo por unas salchichas de pavo procesadas: “Que lean la etiqueta”.
Francis Paniego ejerció de anfitrión, acogiendo a los participantes en su renovado hotel Echaurren y ofreciendo una cena en El Portal de Echaurren (**) en la que se degustó su menú Tierra, acompañados con los vinos de uno de los viticultores con más personalidad de La Rioja. Abel Mendoza en las viñas y su mujer, la enóloga Maite Fernández, están detrás de codiciados vinos, tanto por su calidad como por su pequeña producción. Ambos destilan pasión por la tierra, como demuestran con la recuperación de uvas autóctonas como la torrontés.
Ya llevaba varios años Paniego llevando el paisaje riojano al plato, pero se ha volcado aún más con Tierra (150 euros). “Hoy más que nunca el cocinero tiene que tomar conciencia de su misión en la sociedad, que es la de poner en valor los productos de tu territorio, y ser abanderado y embajador de sus productores y de su tierra”, decía. Así lo hace en este menú degustación, más demandado, reconoce, que Entrañas (125 euros), dedicado íntegramente a la casquería.
La huerta del Ebro, la cultura del tapeo, el vino, algún guiño casquero y la golmajería (repostería riojana) inspiran a Paniego un menú que sabe a La Rioja, con un poso de tradición -ser quinta generación en el negocio no le pesa, le da alas- y una complejidad de sabores que demuestra que este cocinero se gusta (y gusta, mucho) en los fogones. Nos vamos de tapeo con una infusión en frío de frutas rojas, uvas y hierbas, el trampantojo de aceitunas negras, la tortillita con crema de patata y picante, las cortezas de merluza, las hojas de borraja fritas y el buñuelo saignant. Le siguen las croquetas con la firma de su madre, Marisa Sánchez, de las que ya se han dicho todas las merecidas alabanzas posibles, su revisionado bocado de Tondeluna (mantequilla de cabra sobre pan de hierbas crujientes y vegetales), hierba fresca (crema de queso de oveja con polvo helado de foie gras y polvo de hierba fresca) y un revisitado bajo un manto de hojas secas con las setas al mando. Hasta aquí el gran capítulo de bocados para tomar con la mano, al que sucede lo que llama “primera parte”, en la que realza el mundo vegetal con el espárrago blanco con perrechicos y mahonesa de la seta, puerro en vinagreta y guisantes lágrima salteados con jamón sobre puré de patata y vainilla.
La “segunda parte” se centra en el pescado y el marisco, donde salva la ausencia en La Rioja de algunos de estos productos envolviéndolos, con acierto, de sabores de la tierra: trucha con crema helada de encurtidos y pisto, gamba con jugo de ave y un toque de vino blanco de viura, y cigala con pil-pil de nueces de Ezcaray.
La “tercera parte” avanza progresivamente en la potencia sápida: parfait de higadito de pollo con virutas de alcachofas y pan, lomo de bacalao confitado sobre una riojana de caracoles y morros glaseados sobre una muselina de patatas y hortalizas. Y despide con postres en los que se atreve a introducir la casquería, como el helado de mantecado envuelto en cortezas de cerdo o los tendones de chocolate, contundente final precedido por una refrescante crema helada de jugo verde, manzana y apio.
Desde que en 2013 hizo de su entorno una fuente de inspiración, Paniego le dedica cada temporada una mirada diferente. “En comunión con el entorno, todo fluye”. Así lo demuestra este año con Tierra, que merece el viaje a Ezcaray para imbuirse en el entorno desde la mesa.