María José San Román. Más allá de su denso trabajo como cocinera (estrella Michelin), una investigadora infatigable (y creativa) de los productos que la rodean (azafrán, AOVE, arroz, pan –tiene panadería propia para sus restaurantes-) y, desde luego, una “gran dama” de la gastronomía levantina. Su última apertura, el “nuevo” Monastrell, la sitúa en el zenit de su carrera. O no, porque María José viaja sin pasaporte…
Parecía que, con el abandono del hotel Amérigo –“nuestro pasaje”, donde tantas tardes y noches aprendimos “Alicante” en el regalo de los platos de María José y otras historias-, el Monastrell perdía una localización privilegiada. Pero una vez más asoma el recalcitrante aforismo de Tagore y las lágrimas del pasaje perdido estuvieron a punto de no dejarnos ver el brillo del nuevo muelle de Poniente. O, lo que es lo mismo, el “nuevo” Monastrell. Te lo digo: tal como me iba acercando al restaurante -sol ondulante, mar “slow motion”-, entendí el cambio. De la discreta penumbra urbana a la estallante luz marina. El “nuevo” Monastrell es un espacio solar, hasta pagano… María José junto a su marido, el gran Pitu Perramón, conforman un “yin” y yang” completo o, mejor, un atisbo del “taiji” en su alocada versión mediterránea. El resultado para el visitante es, pues, todo un “mandala” gastronómico.
El “nuevo” Monastrell se presenta, en lo formal, como un gran espacio de restauración (más que un restaurante al uso). Frente al mar, el blanco reverberando al sol, es una terraza, es un bar de tapas, es un restaurante “high” (el Monastrell), es un privado y es también un “roof” coctelería-“chill out” con vistas panorámicas. Podríamos resumir todo esto, no obstante, diciendo que es “María José San Román”. La exquisita, la osada, la fantasiosa, la buceadora de tradiciones, la chispeante, la cañosa. Cada espacio –tres plantas- tiene algo de ella, de sus múltiples caras. No ha sido un camino fácil para San Román llegar a estos 800 metros cuadrados de sueño hecho vigilia. Han pasado muchos años con sus decepciones, alegrías, incomprensiones, reconocimientos… Hasta hoy. Difícil imaginar, en aquellos tiempos de pocas mesas, magra clientela y proposiciones de ignorada audacia en Alicante, que la chef “que siempre sonríe” conseguiría hacerse con tamaño “transatlántico”.
Tres plantas, decía. Y unas infraestructuras culinarias “high end”, otra de las obsesiones de María José. El agua, por empezar suaves, está sujeta a una depuración que sólo tiene la industria del ramo (y “grandes” como El Celler de Can Roca). El aceite, “bien sûr”, a buen recaudo en la atmósfera inerte de la máquina OliveToLive. La maquinaria de cocina, un catálogo futurista… La decoración, refinadamente contemporánea. Madera y metal. Luz y luz. Y luego está la “sommelier”: Nuria España. Una personalidad diferente, seguro. Nuria, ex Lavinia, está fuera del circuito de recomendaciones habitual. Sus “pairings” son pura emoción, “su” emoción. Verdadera singularidad… Propone ahora un Nosso Menade, ese verdejo atípico…
Un primer tiento con una sencilla ventresca de atún espolvoreada de lentejas fritas. Untuosidad que chispea. María José sigue con su línea de exaltación del producto con armonías maravilladas. Gamba roja a pelo con su coral en aceite de azafrán y sal de caviar. Y con sus “brainstormings” texturales: jardín de verduras crocantes con puré de alubias blancas, licuado de judías verdes y aceite de cornicabra. No cambia la buena costumbre de citar la variedad de AOVE de cada receta, en busca del límite último en el maridaje oleico. En realidad, su cocina es la misma del Monastrell, aunque, y muy de acuerdo con el colega Lluís Ruiz, “todavía más redonda, más equilibrada”.
Pero donde la chef se explaya a su gusto es en los arroces, un rosario de “piezas” que hablan esperanto y que, como Clint Eastwood en “La muerte tenía un precio”, María José elabora “con la derecha” (la que el pistolero interpretado por Eastwood guardaba bajo el poncho y sólo usaba para disparar). Y aunque hay algunos más tormentosos –el integral J. Sendra al horno con jamón ibérico y crujiente de morcilla-, todos son opulentas cornucopias en el plato. El bomba semi integral de Calasparra con alcachofas, setas y azafrán; el de pollo campero, albufera, ahumado con sarmientos; o el caldoso, albufera, con bogavante crudo –caliente sólo de la promiscuidad del arroz- e hinojos, que suena como un Marshall. Final universalista con un crudo de cigala, sardina, caviar y fondo de trigo verde “freekeh”.
Fue la tarde una tertulia a la fresca –en el “roof”- con Lluís. Y, tras pasar la noche en la “suite des palmiers”, cerré este “alicanting” extendido en La Vaquería, otro de los establecimientos de María José y Pitu (al cual, por cierto, le van a conceder una calle en Alicante), con ensaladas de pulpo y aguacate, otra de la huerta, sardinas a la brasa, “roast beef” con rábano picante y el “camuflado”, un “password” que da acceso disimulado a unas sacrílegas fresas con nata y helado de chocolate oculto por debajo. No, sí, ya sé… Pero, oye, la noche anterior, antes de “las palmeras”, lo confieso, probé las patatas stroganoff del Flamingo sin que me temblara el pulso. ¿O qué?