Los brotes tiernos de Azurmendi

Un Comino

La mayor parte de los grandes restaurantes vascos continúan con las persianas bajadas como los berberechos cuando sienten que se remueve la arena. Puro instinto de supervivencia, se dirá. La Semana Santa, ese tiempo marcado en rojo desde que se escribe con pluma, se muestra por primera vez en siglos incierta y brumosa, pero aún así en ella reside la esperanza de la resurrección.

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Entramos en el flagelo y la pasión para salir resucitados. Ojalá. Son pocos los grandes que se han lanzado a trabajar ya a pecho descubierto, los que zarpan con el trapo largado, aunque todavía no se haya anunciado el buen tiempo. Esta misma semana, Azurmendi, el buque insignia de Eneko Atxa y de la gastronomía vizcaína, abría a los primeros comensales sus portones de cristal y la huerta que poco a poco se despereza del invierno.

El pasado martes, un día antes de que se abriera al público, servicio especial de ensayo general, de ajuste de los últimos detalles, tuve la suerte de sentarme en ese comedor invadido por el verde bruñido de los prados que ocultan un mar invisible pero presente y probar las ramas –adarrak– que este año extraño le han crecido a ese árbol todavía joven, vigoroso y fuerte enraizado en una colina de Larrabetzu que llaman Azurmendi.

Como ocurre en la naturaleza, de una primavera a la siguiente nunca hay sorpresas rotundas. Su fuerza transformadora acaba siendo profunda, pero se muestra en superficie a su propio ritmo, mucho más lento que el de las series de Netflix.

Si la conexión con la naturaleza es real, lo que muere se convertirá en abono para lo que sigue viviendo y lo nuevo será tierno y esperanzador, pero no insolente ni rupturista, porque la esencia no es un planteamiento teórico sobre el que luego se construye un menú, sino la lectura de lo que ya está escrito en la naturaleza. La casa de los Atxa continúa interpretando la misma sinfonía, su visión contemporánea de la esencia de los vascos y su cultura culinaria.

 

Variaciones de la melodía

Cambian levemente la obertura, añaden algún movimiento. Se plantean variaciones sobre una melodía tocada anteriormente, pero ni se cuestiona o ni se destruye lo construido, porque lo que respetan los inviernos sucesivos son las vigas maestras de una de las cocinas más contemporáneas y singulares del panorama peninsular.

Hace algunos años se hubiera dicho ‘alta cocina’ que se manifiesta viva y turgente como un brote, sin parecer en ningún momento una proposición demodé, muy al contrario. Una propuesta valiente y fértil en un momento en el que la mayoría se abraza a los presuntos primitivismos para tratar de ganar autenticidad.

En el arte de la segunda mitad del siglo XX se concitaron varios autores –Oteiza y Chillida como exponentes más conocidos por el público– que propugnaban una absoluta modernidad y esencialidad a partir del abrazo de la tradición y lo atávico. En mi opinión, en la cocina vasca, pese a la fuerza que tuvo el movimiento liderado por los Arzak y Subijana, apenas se han producido casos similares.

Atxa es el hombre que con un sentido del tiempo presente y el espacio concreto sigue desarrollando una interpretación profunda de la cultura culinaria de los vascos, con una recreación de la naturaleza que le rodea muy personal.

Algún lector se extrañará de que aún no he hablado de ningún plato cuando ya esta columna se acerca a su final, pero quizás sea más interesante ofrecer una guía para poder leer de otra manera aquello que se sirve en una mesa.

Solo les diré que la cocina de Eneko Atxa no es la más sorprendente o atrevida del panorama internacional, pero sí una de las más conscientes, sinceras y profundas, en ese camino eterno que lleva desde la sencillez hasta la perfección, camino asintótico porque nunca se podrá alcanzar el final.

Para los comensales que llegan por primera vez creo que ya he dicho suficiente. Para los que repiten sugiero estar atentos a las pequeñas sorpresas, como la reconstrucción de un trozo de espárrago a partir de ejemplares blancos y verdes, con sabor limpio y profundo y una textura crocante hasta el infinito.

 

Carne de puchero con caviar

Y también al atrevimiento de un plato de amargos con puro umami a base de caldo concentrado de pollo y anchoas frescas y saladas salpicado de vegetales tiernos. Los guisantes, aún a falta de unas semanas de dulzor, con gel de ibérico y aire de mantequilla son delicados y profundos y atemporales, pero quizás la propuesta más sorprendente es la carne de puchero con caviar, un plato en el que las huevas no ocupan el papel de aderezo de nuevo rico, sino de contraste salino para una papada de cerdo ibérico llevada hasta la melosidad más absoluta en un cocido de garbanzos, recuerdo y homenaje del plato dominical familiar en la casa de los Atxa.

Los pases de siempre, los icónicos, mejoran con los años, ni se adocenan ni adormecen. La castañeta de cerdo ibérico ha alcanzado un estadio superior de textura y profundidad y el bogavante asado sobre jugo de pimientos a la brasa y cebolla morada de Zalla podría ser alimento sustitutivo del maná celestial.

PD. Ánimo y suerte a todos los que pueden subir, por fin, las persianas.