Las carboneras y la revolución silenciosa

Un Comino

Las carboneras vuelven a humear estos días en el valle de Lana, conocido como la Rusia navarra por su aislamiento en las faldas de la sierra de Lóquiz y sus bajas temperaturas invernales. En el pueblo de Viloria, los últimos carboneros aprovechan el verano para cocer madera de encina como se hacía antaño y, de paso, mostrar las faenas del ancestral oficio, orgullo identitario del valle.

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El carbón que se produce de la madera de los encinares comunales de la zona será combustible y saborizante para chuletas y rodaballos en los mejores asadores de todo el país. El resurgir de las cocinas arcaicas en su máximo esplendor, con la parrilla como principal exponente, ha vuelto a poner el foco sobre el carbón de encina, pero no solo eso.

El oficio que daba sustento hasta los años 50 a los cinco pueblos del valle se fue apagando con la sustitución del carbón que usaban las fundiciones por otros combustibles. También por la generalización en los hogares del butano y las cocinas económicas. El declinar, el abandono lento y silencioso del monte, quedó magistralmente retratado en el documental que Montxo Armendariz filmó en el año 1981, ‘Carboneros de Navarra’, al que seguiría una de sus grandes películas, ‘Tasio’, inspirada en la historia de uno de aquellos carboneros y su resistencia titánica al abandono de un espacio y un tipo de vida que ya entonces se veía a punto de desaparecer, en un momento histórico en el que, paradojas, parecía que la ciudad podría acoger y dignificar la vida de todos aquellos hombres y mujeres que sufrían la dura vida del entorno rural.

Y digo paradojas porque al cabo de 40 años vivimos en un momento de revisión de aquellas ideas que parecían inmutables: las ciudades ya no ofrecen vidas más dignas y menos duras a todos aquellos habitantes que las han superpoblado y las sociedades rurales –cuando están dotadas de las herramientas aportadas por la revolución digital– aguardan su turno para ofrecer en estos tiempos alternativas reales para construir proyectos de vida, casi a la inversa de lo que pasaba en los tiempos de Tasio.

Un modelo de sociedad

Las carboneras parten de la existencia de los terrenos comunales, de un modelo de sociedad en el que a todos sus miembros se les aportaba un bien –en este caso madera como combustible– y también de una idea de sostenibilidad muy presente, pues el aprovechamiento del monte se hizo siembre bajo este principio, aunque entonces no se llamara de esa manera. Pura modernidad. Ese es el motivo por el cual los bosques se han mantenido vivos durante cientos de años.

El concepto de resistencia que latía en la vida de Tasio se ha terminado aliando con el tiempo con otros como autenticidad y sostenibilidad y empiezan a converger en proyectos e ideas concretas que terminan en la palabra futuro. Algunos son aún tímidos y discretos, pero ya los hay visibles y hasta paradigmáticos. Quizás el más conectado a todo lo que hemos dicho se encuentra frente a una de las dos salidas naturales del valle de Lana.

Me refiero al restaurante Arrea!, el proyecto vital que el cocinero Edorta Lamo y su familia arrancaron en 2018 en su pueblo de Campezo, en plena Montaña Alavesa, construido sobre la inspiración de las ideas que apuntábamos líneas arriba y con el propio Tasio convertido en una suerte de icónico Che Guevara local.

Arrea!, más allá de la resistencia

La cocina de raíz que está recuperando y desarrollando Lamo desde 2018 arrancó autodefiniéndose «salvaje, dura y cruda», como aquella vida que necesitaba del furtivismo para poder completar el sustento, pero año a año va abriendo caminos y esperanzas culinarias más allá de la resistencia, adentrándose en territorios cercanos en lo conceptual –autenticidad y sostenibilidad– y lo geográfico y creciendo gastronómicamente a grandes pasos.

El mapa de productos icónicos y de subsistencia en el que dibujaba sus coordenadas culinarias, con el jabalí, la paloma y las truchas como emblemas, se ha ampliado con otro del vino, con referencias muy interesantes de productores a uno y otro lado de las sierras Costalera y Codés, en ese triángulo mágico en el que se conectan Álava, Rioja y Navarra.

Pero más allá de los productos citados y de otros muchos que aparecen a lo largo del menú –desde flores de saúco a escaramujos, pasando por la novedosa utilización de los líquenes comestibles fruto de un largo trabajo de investigación–, el gran salto reside en el crecimiento integral del restaurante, desde el servicio de sala, cercano y muy profesional, pasando por los cuidadísimos detalles decorativos y, sobre todo, por el refinamiento culinario que van alcanzando sus platos, los clásicos y los nuevos.

Quizás tan solo se eche de menos una mayor presencia de vegetales que marquen las temporadas y diversifiquen un menú básicamente proteico, apuesta que, a la vista de la calidad del putxero de alubias blancas que sirve estos días, una crema fría de textura delicada y sabor profundo dispuesta con verduras frescas, casi como si fuera un ajoblanco, seguro no tendrá ninguna dificultad en bordar.