Cocina sin memoria

La memoria del sabor

Xavier Domingo defendía su condición de cocinólogo cuando le presentaban como gastrónomo; una señal clara de por donde iban las cosas con este personaje indispensable en el despertar del fervor por la cocina en España y en el de la propia cocina.

Cocina sin memoria 0

Ilustrado, extrovertido, llamativo, visceral, vividor, a menudo excesivo, siempre polemista, habitualmente categórico y profundamente conocedor del universo de la comida (como dijo Beatriz de Moura, fundadora de Tusquets, “cuando un país que ha pasado hambre sale de la miseria no habla de cocinar, habla de comer. Xavier Domingo hablaba de comer bien”).

Un escritor y forjador de debates y opiniones tan imprescindible como olvidado -ignorado por la nueva legión de comedores de apariencias que viven su relación la cocina más al día que un repartidor de Glovo-, al que la revista Leer acaba de dedicar su último número coincidiendo con el 25 aniversario de su muerte. Un relato hilvanado por Óscar Caballero, otro nombre fundamental en el diseño, el impulso y el relato de la historia más reciente de la cocina española -la de anteayer, la que reventó el status quo de la ranciedumbre culinaria, el amanerado fervor por la nata y la mantequilla, la tiranía del ajo, el solomillo al cabrales, el foie-gras hasta en las lentejas, en el lugar que ocupa hoy el caviar, y el olvido de las raíces-, afortunadamente vivo para seguir contando la cocina más desde la realidad que de los artificios empujados por la acumulación de adjetivos. No se pierdan las ocho páginas de esta edición de Leer que titula ‘Y la carne se hizo verbo’, en las que recorre las líneas maestras de los trayectos del periodismo gastronómico.

Me empapo el ejemplar de Leer de una sentada, recordando al Xavier Domingo que conocí hace casi cuarenta años y al que leía desde unos años antes -me acerqué a la cocina empujado por sus columnas en Cambio16, y a mis primeros restaurantes madrileños con las críticas de Ferdinand Point en El País-, y dando con más motivos para el regocijo de los que debería; me incomoda encontrar en estas 90 páginas más lectura culinaria de la hallada en los libros comprados en el último año y medio, lo que incluye algunos recopilatorios de columnas y otras elucubraciones cuyo interés renuncié a seguir buscando pasada la pagina 24. La paradoja está en que se publican más libros de cocina que nunca, pero jamás se ha escrito menos de cocina. Las grandes editoriales se preocupan más por ocupar espacio en las librerías, y restárselo a la competencia, que por el contenido de lo que imprimen, mientras los cocineros, obsesionados con exhibir su ego -y sus recetas-, compiten por ver quien paga más por la última obra consagrada al autobombo.

No sucedía entonces, cuando pocos cocineros tenían sus propios libros (casi todos en Francia, muy pocos en España) y las editoriales (Akal, Penthalon, Tusquets…).  empezaban a apostar por la cocina desde la perspectiva del conocimiento y la reflexión. Fue cuando Xavier se puso al frente de la colección ‘Los 5 sentidos’ (Tusquets), dando sustento a lo que pasaba en aquella España que despertaba a la cocina recién estrenados los 80. Fue un regalo en forma de títulos que marcaron caminos. Cocinar hizo al hombre (Faustino Cordón), Un festín de palabras (Jean Francois Revel), La historia de la comida (Fernández Armesto), Carnet de ruta, las recetas de Pickwick (Néstor Luján), La cocina cristiana de occidente (Álvaro Cunqueiro) o La mesa del buscón y Cuando solo nos queda la comida, del propio Xavier, que luego nos dejaría pensando y entendiendo unas cuantas cosas con su De la olla al mole. Una veintena larga de títulos en los que recuperó para el castellano a Grymod de La Reynière (Almanaque de anfitriones y guía de golosos), Carême (El gran arte de los fondos, caldos, adobos y potajes) o Balzac (Dime como andas, te drogas, vistes y comes… y te diré quien eres).

Es un buen recordatorio cuando la cocina vive el tiempo de la desmemoria, que viene a ser el sustento de la ignorancia y el disparate. Veinticinco años y dos generaciones de coleccionistas de facturas después, hemos olvidado la importancia de mirar de vez en cuando al pasado para entender qué somos, quiénes somos y lo que hacemos. Esta cocina, que es la del futuro inmediato, es muy diferente a la de los últimos años del siglo XX, pero no hay futuro para una cocina incapaz de volver la vista atrás, sin referentes ni referencias.

Este universo tan afecto a glorificar el nombre del cocinero, de sus restaurantes -se lleva el cocinero disperso, a menudo disuelto- y de sus platos, y a la vez tan poco interesado por entenderlos, desprecia la memoria. Es imposible entender lo que se hace hoy con una gamba roja sin los cimientos sentados por adelantado como Luis Cruañas (Eldorado Petit; primero en Sant Feliú de Guixols, luego en Barcelona) y más tarde Sento Aleixandre (Ca Sento, Valencia), o conocer la tremenda altura del trabajo de Tatús Fombellida en Le Panier Fleurí de San Sebastián, para saber acercarse al esplendor de la cocina de la caza (¿saben algo de tordos o de la paloma de Echalar, o no han pasado de la becada y la grouse?), las aportaciones de Carles Camós en el Big Rock de Palamós, o la cocina de Genaro Pildaín en el Guría de Bilbao.

¿Y la movida madrileña que reivindicó la generación del cambio? Ramón Ramírez (El Amparo), Tomás Herranz (El Cenador del Prado), Ange García (Lúculo), Iñaki Eizaguirre (Jaun de Alzate), Abraham García (Viridiana) o Miguel Ángel López Castanier (Taberna de Liria). Salvo Viridiana todos han muerto y pocos recuerdan el nombre del resto. Algunos nacieron mientras Xavier ejercía ya en Madrid, en la redacción de Cambio16, después de sus años en París y reclamaba “una clientela más entendida” para el nuevo tiempo de la cocina española. Seguramente fue el primero entre los últimos dinosaurios del periodismo gastronómico.