A los del gremio de camareros nos gusta teorizar sobre el arte de ‘leer’ al cliente, sobre el poder de una sonrisa o de una mirada, la capacidad de un buen profesional para inspirar confianza en minutos, o las amistades que se pueden llegar a construir con quien se sienta a la mesa. Las relaciones personales son, qué duda cabe, uno de los pilares del oficio, pero si esa relación fugaz se ha de tejer con toda una muchedumbre, el margen para los detalles se estrecha.
Cuando ruge la marabunta, el camarero debe exhibir –además de rapidez, mano izquierda y una paciencia bíblica– ciertas dotes de capataz. Sea en la barra libre de una boda, en la verbena de las fiestas del pueblo o en un chiringuito de playa hasta la bandera, si quiere sobrevivir a la demanda incansable de una masa enfervorecida, más vale que tenga claras algunas reglas de oro.
En esos casos, el orden deja de ser una virtud opcional para convertirse en necesidad imperiosa. Un sacacorchos fuera de sitio hurta un minuto valiosísimo; una cubitera sin reponer a tiempo convierte la barra en un lodazal de quejas. No saber dónde está el datáfono, no haber cortado suficiente lima, una comanda empapada… minan poco a poco el ritmo hasta convertir el servicio en un despropósito.
Al levantar la cabeza, tres ceños fruncidos escudriñan al camarero mientras busca desesperadamente una copa limpia o unas pinzas que alguien olvidó devolver. Pero el verdadero desafío, del que ni el orden más meticuloso puede librarle, es lidiar con el impaciente, con el energúmeno, con el que cuenta batallitas o con ese otro que hace tres copas que debería haberse ido a la cama.
Sin embargo, si todo fluye —el hielo en su sitio, las copas limpias, las manos coordinadas—, se despliega una coreografía que convierte el caos en música. Pocos lo ven, casi nadie lo aplaude, pero ahí está: en el trago que llega justo a tiempo, en el plato que sale caliente, en la sonrisa que no se tuerce. Detrás de cada barra colapsada o de cada banquete sin respiro hay un ejército de profesionales que salva la fiesta con oficio y discreción. Si son tan afortunados de encontrarse al otro lado, disfrutando, tengan al menos la delicadeza de no perder la paciencia antes que ellos.