El ceviche que me acaban de servir es de jurel y no trae más cítrico que el aroma residual que deja una pizca de ralladura de la corteza de un limón. La leche de tigre es blanca, está salpicada por un aceite verdoso y sobre las láminas de pescado descansan unas cuantas huevas de salmón. Es diferente y no se ajusta a la ortodoxia, pero el resultado es elegante, sutil, distinguido y seductor. Me impresiona tanta delicadeza, pero sobre todo me hace pensar en los caminos que toma la cocina para llegar al mismo punto, a veces tan alejados y a menudo tan cercanos, como si se concretara en mundos paralelos.
Lo presentan como un ceviche y efectivamente sigue la pauta habitual -pescado crudo, leche de tigre adornada con aromas de jengibre, alguna nota cítrica…-, aunque a partir de ahí empiezan las diferencias. El pescado, un jurel del Atlántico, ha sido madurado diez días por Diego Schattenhofer en las cámaras de Taste 1973, en Tenerife, y el corte se parece más al de un tiradito (un poco más grueso) que al de un ceviche. La leche de tigre se conforma a partir de una leche de coco liviana y delicada, la presencia del limón se limita al aroma que aporta la ralladura de la corteza, y en lugar de cilantro hay hojas de shiso picadas y unas gotas de aceite de albahaca.
Es una preparación filipina, se llama kinilaw y nació hace al menos tantos siglos como el ceviche -hay quien dice que más, ¿cómo saberlo?, no hay historia escrita del ceviche hasta la llegada de los castellanos- y con el mismo propósito:tratar pescados con problemas de conservación, asegurándolos para el consumo humano y alargando su vida útil, lo que implica una labor de desinfección. La historia se repite allí donde el calor y la humedad mandan, no importa a qué altura del Pacífico o del Atlántico suceda: la falta de medios de conservación exigieron tratamientos que acabaran con las bacterias: las mil formas del ceviche a este lado del Pacífico, kinilaw del otro, escabeches más allá.
Aunque algunas cocinas y otros tantos cocineros se resistan, hoy hemos cambiado el viejo tratamiento por el condimento: tenemos pescados frescos y queremos poner en valor su naturaleza. Lo mismo que ocurrió y ocurre con los escabeches, los ahumados, los fermentados o las salazones; las historias de la cocina se repiten aunque cambien las formas.
Es la primera vez que me acerco al kinilaw -la distancia es una puerta abierta al descubrimiento- y se me antoja una nueva versión del ceviche. Me lo presenta Chele González (Gallery by Chele en Manila) en una de las comidas del Encuentro de los Mares, recién celebrado en Tenerife, mientras explica que el papel fundamental de la preparación tradicional le corresponde al tabon-tabon (Atuna racemosa), un fruto cuyo amargor es necesario controlar -le ayuda el ligero dulzor de la leche de coco-, con propiedades antisépticas parecidas a las que le corresponden al limón y algún otro cítrico en las cocinas del litoral latinoamericano. En sus preparaciones también intervienen el vinagre, la cebolla, el jengibre y el chile; el picor está presente. Chele explica la incorporación reciente del calamansi (Citrofortunella microcarpa), que algunos conocen como la naranja enana: una nota cítrica en esta suerte de ceviche filipino.
Es una muestra más del ingenio de las cocinas (y las cocineras) tradicionales; convirtieron la cocina en una fuente de recursos. Sin técnicas de conservación no hubiera existido la cocina tal como las entendemos ahora, o desde que vivimos en poblaciones estables que dejaron de depender de la recolección o la caza.
Muchos lo reprobarían la preparación de Chele en Perú, la tierra que ha hecho suyo el nombre del ceviche, como lo hacían años atrás con el que cambiaba el jugo de limón por maracuyá, o los ceviches -leche de tigre, cebolla, culantro, a veces ají- que se preparaban en El Callao con mango y en otros lugares con champiñones (o con huevo cocido, como hicieron un día en un concurso de cocina celebrado en el penal de San Juan de Lurigancho, en Lima; la preparación fue premiada). O como reniegan otros ahora de los ceviches que preparan en Nicaragua, Panamá, México, Colombia, Ecuador o Chile: formas diferentes de preparar el mismo plato. Nadie conoce la receta original del ceviche, ni siquiera donde se dio primero o a cuando se remonta -la falta de un legado precolombino escrito solo permite la especulación- pero lo hemos visto cambiar tanto que cualquier parecido con el ceviche que se servía hace apenas diez o doce años es pura coincidencia: pescado, limón y ají. ¿Y si vamos más atrás? ¿Cómo fue que el limón, la cebolla y el cilantro, venidos del otro lado del mundo se inmiscuyeron en la receta?
Al ceviche de Chele González (perdón, kinilaw) le falta el zumo de limón, pero el sabor está presente a través de los aceites esenciales que recoge la piel, permitiendo que afloren matices que de otra forma quedarían ahogados. Tampoco hay cilantro en su receta, en la que sustituye por el shiso y la albahaca ¿Hay alguna razón por la que un ceviche debe incorporar una hierba mediterránea como el cilantro? En algún momento de su presentación, Chele habla de sustitutos que hoy aportan diferencias que en otro tiempo no se buscaban: leche de anacardo en lugar de la del coco, el picor aportado por hojas de mostaza en lugar de chile.
Lo que más me gusta de su preparación es la libertad. Su capacidad para afrontar el ceviche de una manera abierta, sin corsés culinarios o ideológicos, sin deudas con el pescado, las prácticas tradicionales o las conveniencias; aportando en lugar de restar. Al final, el ceviche es una preparación tan generosa, abierta y multicultural que admite mil caras y todas son auténticas: es una preparación fecunda en un universo cada día más abierto y al mismo tiempo (¡ay!) más excluyente: el único ceviche auténtico y homologable es el mío. El ying y el yang persiguiéndose alrededor de un plato.