El despertar de las cocinas de Santiago

Tribuna

Se han robustecido la cocina y la visión que los santiaguinos tenían de ella

Del boom al vacío y de la pandemia al despertar. Así podría describir la evolución de los últimos cinco años de las cocinas de Santiago, una capital que el año 2017 emergía como un destino gastronómico interesante y dinámico, y que dos años después, sucumbió ante el espejismo de una fama efímera, alimentada por el elogio fácil y la consiguiente pérdida de compromiso y trabajo.

 

Hoy, la cocina santiaguina se reacomoda en un proceso de transformaciones que, a priori, me resulta positivo y esperanzador. La adversidad pandémica ha despertado del letargo a buena parte de sus cocineros y cocineras, quienes han aprovechado los tiempos aciagos para pensar y volver la mirada sobre su territorio, explorando las particularidades del paisaje, poniéndolas sobre las mesas de sus restaurantes y volcándose con entusiasmo a un cliente local cada vez más interesado y conocedor.

 

Ese proceso de resignificación de la cocina capitalina, se ha cimentado en una heterogénea serie de novedades. Entre la más destacadas, Demo, el restaurante de Pedro Chavarría (ex Boragó) que, en un pequeño local al interior de La Curtiembre, la galería de arte que se encuentra justo al centro del histórico Persa Víctor Manuel, propone una cocina sin más pretensiones que hacer las cosas bien: menú breve, cambiante, con algunas dosis de imaginación, mucho sabor, gran estética y precios accesibles.

 

El epicentro de este despertar se encuentra en los barrios periféricos de Santiago centro: Matta y Franklin. Allí encuentras lugares llenos de chispa y personalidad, como La Barra de Pickles, El Franchute del Barrio o la Pulpería Santa  Elvira, todos en estilos radicalmente distintos, pero con algo común: dar bien de comer.

 

Brillan también comedores como el Yum Cha, de Nicolás Tapia, con su novedoso concepto de casa de comidas maridadas con té, o Veneno Negro, de los hermanos Javier y Carolina Miranda, cuyo negocio sigue ascendiendo, apoyado en un discurso que destaca por su coherencia y una propuesta cada vez más sólida, en la que aparecen novedades como alitas al coñac, una reversión del clásico plato napoleónico pollo a la Marengo, que en el Santiago de 1960 cobró fama y prestigio en el tradicional restaurante Pollo al Coñac del pueblo de Lo Barnechea.

 

Santiago vuelve a sonreír ante la oferta marina, protagonista (al fin) en un buen número de locales.  Se rezuma frescor, precisión y sabor en los pescados y mariscos de Olam, y celebro -aunque el precio ya no sea tan atractivo- la renovada oferta de La Calma que mantiene su calidad, pero que con Ignacio Ovalle al frente, gana en técnica, cocina y puesta en escena.

 

La cocina se ha robustecido, así como también las visiones que los santiaguinos tenían sobre ella. La nueva escena planta cara y empieza a disipar las dudas que se tejieron sobre Santiago y su quehacer culinario. Lo han conseguido ejerciendo libertad creativa, liberándose de discursos aprendidos, asumiendo un compromiso con sus negocios, equipos y clientes, sin tantas tonterías. El renacer es real, y se concreta en el

reconocimiento de unas tradiciones y una despensa que, por fin, parecen haber entendido.