El Doncel de Sigüenza,
 lo bueno de dos mundos

Un Comino

Se cumplen cincuenta años desde que Enrique y Eloisa abrieron restaurante en Sigüenza, El Doncel. Siguieron los pasos de los padres, Enrique y Pilar, y éstos los de los bisabuelos Luciano y Sofía. Si nos vamos para atrás en la historia llegamos a El Café de la Estación de Arcos del Jalón, provincia de Soria, en 1860 y si nos venimos a la actualidad llegamos a los hermanos Enrique y Eduardo Pérez, enésima generación de hosteleros, y a la casona del siglo XVIII que acoge su hotel-restaurante desde 1970, con su dirección desde 2001.

Desde su insolente juventud educada en casas como el triestrellado Zalacain vinieron los dos a cambiar el mundo de la gastronomía seguntina y lo han logrado. Quizás no tan rápido como ellos pensaban, ni de aquel modo juvenil y entusiasta en el que creían entonces, pero cambiado al fin y al cabo con una propuesta actual que mantiene una mano tocando la tierra y la otra tratando de rozar los cielos del mundo. Lo suyo, en lo formal, es muy diferente a lo que ofrecían sus padres, pero probablemente no en su esencia.

En ese retorno a las raíces que sirve de combustible nuclear a la gran cocina global, los hermanos Pérez han desandado en parte el camino creativo-vanguardista “no limits” que un día empezaron a explorar como tantos colegas de generación, pero no para regresar al principio del tablero, sino para encontrar a partir de lo aprendido nuevas declinaciones del producto y la culinaria ancestral de su tierra, ahora claras, mesuradas y, en general, eficaces.

Me atrevo a decir que El Doncel ha ido evolucionando como España desde aquel 1975 mítico en el que nació el restaurante y el país renació, una casa que hoy es fiel representante de su tiempo o, mejor dicho, de lo bueno de su tiempo, con estrella Michelin y todo, más para lo bueno que para lo malo, ya que lo apunto.

El título del menú Tierra y Sal que ahora ofrecen me recuerda en su sencillez y profundidad al título de una película de Ken Loach, de Agustí Villaronga o de Miguel Litin. En realidad, como aquellos, los hermanos tratan de hablar de principios sin subterfugios ni cataplasmas y con una forma contemporánea.

La cocina actual de Enrique Pérez, uno de esos veteranos y silenciosos chefs, humildes a la antigua usanza, eficaces, pacientes en el fogón y en la formación de sus colaboradores, se ha ido desprendiendo de algunos gestos y guiños barrocos o postmodernos, lo que ha revertido en una propuesta mucho más afinada y sencilla, mucho más interesante. En mi reciente visita comenté con él este aspecto y replicó educadísimamente que quizás en mi anterior almuerzo yo venía cansado y que quizás por eso… pero a este veterano escribidor el cansancio no le perturba el sentido del gusto, que yo sepa, ni el del olfato. Asumiendo que hay cien factores que pueden hacer una comida más memorable que otra, juro que en esa casa se ha mejorado… y mucho.

La veteranía ayuda a veces, a determinada edad uno empieza a distinguir lo esencial de lo accesorio y su gusto se vuelve más fino y exigente. Quien sabe. Solo digo que un plato tan autóctono y aparentemente sencillo como un mojete de la huerta o una codorniz en un escabeche delicadísimo puede ser un grandísimo bocado. O un pato azulón con pera al vino o, aún mejor, un lomo de corzo al carbón con falsas cenizas, un bocado académico y clásico en todos los sentidos que resulta impecable, sorprendente en su equilibrio y un gran cierre para ese menú en el que Guadalajara –y el recuerdo de cuando fue un fondo marino, sus salinas recientemente recuperadas, como la de Saelices– mantiene su presencia a lo largo del servicio en diferentes roles.

Aciertan reivindicando los garbanzos verdes que cultivan en su propia finca, ya en el final de la temporada, al dente, sabrosísimos con su sabayón ahumado, al igual que con la piel de la trucha gorda en torrezno, al estilo de las de bacalao que se sirven ya en todas partes, pero con un crocante y sabor realmente curioso.

El tartar de esa trucha local de varios kilos que crece en cauce abierto de río durante meses, limpia de sabores a fondo, quizás no necesite tanta sofisticación orientalizaste ni una hoja de sisho tan poderosa. Y el arroz de mollejas de cordero exige amor y tolerancia hacia los sabores intensos, pero más allá de esas menudencias fácilmente subsanables –si se pensara como yo, claro, quizás para otras personas estén fetén– hablamos de una casa que practica el difícil arte de ofrecer una experiencia de “fine dining”, como dicen ahora, con buen producto y con raíz, tanto en los productos principales como en los complementarios, así como con el resto de experiencia en la mesa, en la que destacan además de Eduardo Pérez, el hermano del chef y  jefe de sala, el sumiller formado en la casa, Andrei Popa.

Por cierto, para los amantes de la historia, nuestra visita arranca con su versión del fino seguntino, el mítico cóctel local refrescante a base de gaseosa, vermú rojo y espuma de cerveza que el hostelero Boni Anguita improvisó para el torero Paco Berlanga, el fino, en una tarde de agosto de 1947.