Los fuera de carta

Un Comino

Todos los aficionados al comercio y al bebercio tenemos experiencias inolvidables, unas mágicas y otras terribles, con los fuera de carta, esos platos o botellas que llegan a la mesa con las mejores o las peores intenciones. En los tiempos de Carpanta casi siempre era lo segundo. Chaval, vende la merluza en salsa como sea que ya no pasa de hoy. Dar salida, vaciar las cámaras… en cada casa había un eufemismo para que el personal entendiera que había que ser persuasivos con los clientes. Cuántas salsas maravillosas se han ligado para defender una carne o un pescado que ya no tenía el cutis como para protagonizar un primer plano en Hollywood. El disgusto, a veces, no está en la calidad sino en el precio.

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Ya saben. La historia empieza con un metre de buen pico que dice: «me han entrado hoy unas gambitas de Huelva que todavía están vivas y luego os puedo poner un rape de Motril que tiene el hígado mejor que el mío». Y así, con la excitación que lo escaso y auténtico provoca en nuestros hipotálamos y glándulas salivales, le decimos que marchen los dos. Y tráigase una botella de Tondonia blanco, que un día es un día.

La cuenta llega en su cajita cerrada y el camarero gira sobre sus talones y escapa de vuelta a la cocina al objeto de que no le salten los chispazos del primer contacto con la dolorosa. El susto es más grande que los de la película ‘El resplandor’, pero ya explica el metre de pico fino que el producto de primera hay que pagarlo y que casi no gana nada, no como otros con pescado congelado.

Con este arranque de hoy estarán pensando que estoy en contra de los fuera de carta y antes de seguir con la copla ya les desvelo en este punto que es justo al contrario. Me encantan los lugares donde se ofrecen a diario. Considero que su mera existencia habla mucho de la casa y de su espíritu. Sin necesidad de hacer palabrería de ello –ya saben aquello del ‘Don’t tell me, show me’– están diciendo mercado, temporada y, en según qué casos, también preocupación por el planeta. Producto abundante y más barato o en otros casos excelso y caro, pero en cualquiera de las situaciones, gastronómicamente interesante.

Experiencias

Cuando voy a mi querido La Buena Vida me encanta la naturalidad con la que Elisa canta las propuestas del día de viva voz y añade siempre el precio de aquellas que se salen por encima de la media. Comer feliz y sin sorpresas, diría un innecesario eslogan. Ni excesivamente estirado ni francachela amistosa que a veces se complica.

Recientemente también he tenido alguna experiencia sorprendente y casi surrealista en un restaurante con estrella Michelin de Madrid. Casa con cocina de autor con dos menús cerrados, uno más corto y otro más largo, a elegir. Hasta ahí, perfecto. La sorpresa surge después que se han servido los primeros pases y el camarero consulta si por una cantidad extra nos gustaría añadir un plato no incluido en el menú que el cocinero está elaborando en ese mismísimo momento en plena catarsis creativa. A lo largo de la comida la pregunta se repetirá otras tres veces más, incluyendo una para hacer un ‘upgrade’ del vino canario solicitado a uno mucho mejor de la misma bodega «por solo…».

La situación es para mí inusual y me resulta incómoda en un entorno gastronómico en el que ya he expresado qué y cuánto quería comer. Al final me acabo sintiendo como en una cadena de comida rápida con su clásico «patatas y bebida grandes por dos euros más». Imaginen que cuando ya están sentados con su bandeja con todo lo que han pedido en su hamburguesería de cabecera llega el camarero a su mesa a ofrecerles más comida una y otra vez «por solo…».

Más viejos que el catarro

Los especiales del día siempre existieron. Desde que los restaurantes que hoy conocemos se fueron desarrollando, desde aquellos primeros tiempos post-guillotina, la mayor parte del tiempo siempre han trabajado con las viandas disponibles cada día. Esto tengo, esto cocino. Las cartas y los poéticos nombres para los platos llegaron mucho después como signo de sofisticación, vinculadas sobre todo a los grandes hoteles que acompañaron a la creación de aquel incipiente fenómeno llamado turismo.

Los menús ‘gastronómicos’, esos tan en boga tan solo hace una década y ahora de capa caída salvo en las grandes casas, tienen cuatro días. Hasta que la ‘nouvelle cuisine’ no reconoció al cocinero como un autor creativo, a la altura de un músico o un pintor, no se planteó la posibilidad de que un cliente no comiera lo que le apetecía sino lo que el gran creador había decidido porque lo importante era expresar sus sentimientos o inquietudes.

Ahora, cuando los conceptos como frescura, autenticidad, cercanía y verdad se van haciendo más y más dominantes, volver la mirada al día, a lo recién recolectado y a lo recién cocinado se muestran como una poderosa asíntota hacia la que todos tienden. ¿Qué hay para hoy?

PD. La vieja canción ya decía aquello de: «Camarero -señor- ¿qué hay para hoy? -Señor, un buen menú. Solomillo asado con patatas fritas, sesos huecos, hígado, liebre, ‘chateaubriand’.