Georgia, el paraíso intacto (I)

Un Comino
Lo más puro no siempre es lo más auténtico ni lo más interesante, por más que en ocasiones se ensalce aquello que nunca se mezcló. A veces, muchas veces, lo más valioso y singular surge fruto de la fusión de conocimientos y vivencias. El caso de Georgia, ese pequeño país bisagra entre Europa y Asia, en pleno Cáucaso, protegido térmicamente por los Urales y por el mar Negro, es uno de ellos.
Hay pocos pueblos que a lo largo de su milenaria historia hayan sido invadidos tantas veces y por culturas tan diferentes. Mongoles, persas, turcos, rusos y muchos más han ido llegando a ese lugar, punto estratégico de descanso y comercio en la antigüedad en plena ruta de la seda. Una lengua antiquísima con alfabeto propio que no guarda relación con sus vecinas, como el euskera, y su condición de cristianos viejos –fue el segundo país del mundo en cristianizarse– en un entorno mayoritario de vecinos musulmanes junto con una gastronomía singular como ninguna conforman el alma y el espíritu georgiano, una identidad fortísima que ha sobrevivido a mil y un episodios de sometimiento político y militar, el último el soviético.

Georgia no pertenece a la Unión Europea, pero no hay entorno institucional con banderas ondeando  en el que la azul y sus estrellas no esté presente de modo aspiracional. El país mira a Europa desde que cayera la URSS y pareciera que cada vez lo hace con más fuerza. El programa de sustitución del ruso por el inglés en las escuelas que comenzó tras la recuperación de la independencia ha dado frutos increíbles, casi tanto como el de sus viñas con variedades milenarias. No hay georgiano menor de cincuenta años que no se exprese con fluidez en la lengua que les conecta con Occidente. En Tiflis, la capital, las pegatinas y carteles que recuerdan que Rusia tiene invadido el 20% del territorio georgiano, brotan como los nogales, quizás el árbol más totémico del país, mayor productor y consumidor de nueces del mundo. Pasado y futuro están muy vívidos en Georgia, conectados, con apariciones alternas de uno y de otro, algo realmente atractivo para los ojos del visitante.

La gastronomía contemporánea global avanza por los océanos empujada por vientos y conceptos fuerza llamados mundo vegetal, técnicas de conservación y cocción tradicionales, recetarios populares e históricos y la hospitalidad en la mesa. Pues bien, cuando uno visita Georgia pareciera que todo lo que es aspiracional para el mundo culinario occidental está allí presente y forma parte de su propia esencia. Su cocina tradicional tiene un peso enorme del mundo vegetal, fruto de la fertilidad de su tierra y de diversidad de especies.

El ansiado ‘farm to table’ que idealizan tantos cocineros es la normalidad en los mercados de Georgia. Cestas de melocotones que no parecen clónicos ni plásticos, manojos enormes de aromáticas recién cortadas atados con lanas… albahaca morada, perifollo, eneldo… casi una selva en pequeñito que exhala aromas a hierbas a varios metros,  y tarros de cristal talla XL con tomates, hojas de parra, ajos y otras mil verduras encurtidas. Los mercados de Georgia se parecen a los nuestros de hace cuarenta años cuando no se hablaba de productos orgánicos ni de sostenibilidad, pero se era mucho más orgánico y sostenible que ahora.

Influencias gastronómicas
Solo hay que pasar unos días en el país para percibir las  influencias persas,  griegas, turcas o armenias en su cocina. Las especias aromáticas, las frutas secas, las granadas y las hierbas presentes en platos como su estofado de carne y nueces, el ‘kharcho’, nos llevan al imperio persa y las aceitunas, quesos y los panes planos a Bizancio o Grecia. Y así podemos seguir con los ‘khinkali’ georgianos, una especie de atadillos de pasta rellenos de carne hecha en su jugo que recuerdan a los dumplings asiáticos, o con las técnicas de asados en brochetas, presencia de las berenjenas y el comino en platos rellenos como los ‘dolma’. Los fermentados, encurtidos y uso de hierbas aromáticas guardan relación con los de sus vecinos del Cáucaso. El ‘khachapuri’, el pan plano con queso, plato nacional georgiano, es la punta de un iceberg enorme en el que destacan desde los ‘pkhali’ de verduras, una especie de paté con nueces, cebollas y especias, hasta su ‘khash’ o sopa de callos.

Podríamos seguir durante horas explicando los pormenores de una cultura culinaria propia y rica que multiplica y singulariza su potencia con los vinos georgianos y con el ‘supra’, una institución social, cultural y espiritual, una suerte de banquete tradicional tan especial como interminable, una celebración del compartir, la hospitalidad, la música polifónica, los infinitos brindis con vino local y los discursos dirigidos por un maestro de ceremonias llamado ‘tomada’, elegido por su sabiduría y elocuencia. No andaba descaminado René Redzepi cuando dijo que la georgiana es «una de las últimas grandes culturas gastronómicas no descubiertas de Europa»
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Existen pruebas arqueológicas que certifican que hace más de 5.000 años ya se elabora vino en Georgia. Lejos de ser un recuerdo del pasado, el país vibra con sus viñas y sus vinos enterrados en grandes vasijas, los ‘kvevri’, en las que fermentan, decantan y maduran solos. Pero de vino georgiano hablaremos la semana que viene. Aquí mismo les espero.

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