Hiroshi y el pollo

Un Comino

Una buena parte de los aficionados a ‘lo nuestro’ buscan como entomólogos en la sabana el ejemplar más singular de la especie más escasa. El mito del producto inalcanzable es uno de los más extendidos en los últimos años, al menos desde que regresamos todos de la vanguardia más extrema y dejamos de reconfortarnos con la creatividad y las técnicas que hacían posible y comestible casi cualquier idea.

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Los cazadores de ejemplares únicos salen pertrechados no solo de su hambre sino también de su teléfono móvil a esos últimos reductos o cotos, llamados también «templos del producto», en busca del crustáceo de calibre inimaginable, del gran ejemplar de pelágico que sobrevivió varios años más que sus hermanos hasta convertirse en un gasol de su especie o de la costilla del buey que se crió como un emperador de la antigua Roma y se sacrificó y maduró como si realmente su ingesta fuera a garantizar la vida eterna.

Así que cuando todos esos procesos de selección, cuidado y mimo en las preparaciones se aplican a los productos humildes solemos quedarnos un poco descolocados, como si los de su casta de alma corriente no se lo merecieran. Desde nuestra óptica de grandes cazadores occidentales que no disparamos a rinocerontes, pero sí a un rey-virrey de tres kilos, un restaurante gastronómico dedicado al pollo nos genera todo tipo de inseguridades. Y eso que muchos ya fuimos a Japón y vimos como un gran cocinero se dedicaba toda su vida a elaborar niguiris o tempura. Y después Japón vino a nosotros y nos formó a todos en la delicadeza del punto del arroz o del corte de un atún, en la perfección espiritual, alguno diría obsesiva, en relación con la comida.

Hombre para todo

Así que cuando Hiroshi Kobayashi, uno de esos hombres de la gastronomía que defiende con pasión y conocimiento todos los oficios que forman un restaurante, decidió abandonar el delicado mundo del pescado fino en 2017, en pleno triunfo personal en el restaurante Miyama de Castellana, para abrir un restaurante de brochetas de pollo, un yakitori, buena parte de su asidua y selecta clientela no lo entendió. En aquellos años, cuando los restaurantes japoneses de fusión pitaban en Madrid mientras el suyo era uno de los pocos que seguía oliendo al entrar como si uno cruzara un umbral en Kyoto, se había convertido en alma del local, además de jefe de sala, sumiller e inspirador.

Lo increíble es que tanto él como su socio, Masahito Okazoe, sabían que el camino para hacer atractivo un yakitori, una taberna especializada en un producto como el pollo, en las humildes brochetas, en general, iba ser largo y duro. Las primeras veces que lo hablé con él después de la apertura escuchaba su determinación y ese punto de seguridad oriental que a veces tanto nos descoloca a los occidentales. ¿Realmente estarían dispuestos a aguantar lo necesario para reclutar esa nueva clientela que solo en una pequeña parte iba a provenir de la anterior? ¿Sus clientes de sushi de calidad iban a cambiar de ‘playlist’ para pasarse al pollo?

Hiroshi es una rara avis, uno de esos japoneses enamorados de España que empezó trabajando en un restaurante español en Tokio y terminó cayendo prendado de un Agessimo Gran Reserva de Rioja de 1994 y viajando a nuestro país durante un par de meses al año durante los primeros 2000 para vendimiar, aprender y catar, hasta que en 2004 decidió que éste era su sitio. Lugares como Chaflán, Asiana o Next Door, los locales pintones de Jaime Renedo, le tuvieron a los mandos de lo líquido hasta el aterrizaje posterior en Miyama. Empezó siendo un sumiller y más tarde se convirtió en alma de todas las pistas.

El espíritu de una casa

Convertirse en un restaurante gastronómico singular y de referencia ofreciendo piel de pollo, mollejas, hígado, corazón del mismo ave, por más que sean ejemplares seleccionados por su calidad y alimentación en Zamora, tiene un gran mérito en nuestra sociedad. Da de comer a un nivel altísimo, tanto en lo referente al nivel de cocina o afinado culinario como en el aprendizaje que aporta en cada visita.

Cuatro años después de aquella apertura valiente, Torikey (plaza Descubridor Diego de Ordás 2 de Madrid, junto al Lakasa de César Martín) se ha convertido, en mi opinión, en uno de los mejores, si no el mejor, yakitori de España. Y ahí sigue, día a día, mientras los oropeles de las aperturas con más decoración que alma culinaria ocupan los titulares más grandes.

Y eso, sin entrar a valorar lo singular de su mundo líquido, sobre todo del sake, donde Hiroshi marca la gran diferencia en relación con casi cualquier sumiller del país. Puedo hablarles de la pechuga con mentaiko, huevas de bacalao picante y shiso o de la lengua de vaca de Ávila al carbón o del yakitori de hígado o del pepino roto, típico del sur de Japón. Pero mejor vayan, con ojos limpios y corazón limpio y déjense llevar. No va de un producto en concreto, sino del espíritu inoculado en una casa.