Insectos y algas, el hilo que conecta el pasado con el futuro

Mónica Ramírez

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Parece que el debate sobre los insectos como alimento de futuro sobrevuela el escenario gastronómico, resistiéndose a desaparecer, para aterrizar con cierta periodicidad, en los discursos de conferenciantes y analistas. Y si en la pasada edición de Encuentro de los Mares las algas se enarbolaban como estandarte alternativo en la dieta para reducir el consumo de carne; hace unos días, en el Colegio de Economistas de Cataluña, los insectos recuperaron protagonismo en una charla sobre alimentación saludable y sostenible. ¿Serán el agua y el aire nuestra despensa del futuro?

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Hace casi dos décadas que los insectos, ingredientes culinarios habituales en Centro América, América del Sur, Asia o África, aterrizaron en Europa dispuestos a arrasar las cocinas y cartas de sus restaurantes. Y si en un principio, la barrera cultural frenó el impacto, sí es cierto que las primeras voces sobre sus beneficiosas propiedades nutritivas y el atractivo de lo exótico franquearon las iniciales reticencias. De hecho, en Barcelona, Llorenç Petrás fue uno de los primeros en comercializarlos en Cataluña desde su puesto en el Mercado de la Boquería. Sin embargo, el triunfo de las primeras conquistas no fraguó una relación sólida. El Gobierno no remó a favor. “En cinco años largos de venta de este producto, nunca jamás habíamos tenido el más mínimo problema, hasta que llegó una prohibición de Sanidad que alegaba vacío legal, es decir, que al no estar legislado no lo podíamos vender. Un año después, no hay día que no venga gente preguntando por la ‘tienda de los insectos”, afirmaba Petrás tras la prohibición hace más de una década.

Hubo que esperar a 2015 para que el Parlamento Europeo aprobara una legislación relacionada con la comercialización de insectos para incluirlos como “alimentos nuevos”. Suiza fue el primer país en legalizar su consumo y, de hecho, la D.O Rueda en sus actos promocionales de 2018, ofreció una cata en este país a base de tacos de grillos, saltamontes en tempura o guiso de gusanos.

En España, el madrileño Punto MX fue uno de los restaurantes que se atrevió a recuperarlos e introducirlos en sus recetas tras alguna incursión anecdótica en otros establecimientos del país. Chinicuiles, hormigas chicatanas y güijeras, escamoles o chapulines formaban parte de los platos de su carta de 2018.

Desde su regularización no son pocas las empresas que los comercializan o los utilizan en la elaboración de algunos de sus productos. Sin embargo, el debate permanece latente, agazapado, esperando la oportunidad para emitir esos pequeños destellos que le devuelvan su cuota de pantalla. ¿Esas recurrentes gotas de información sobre sus beneficios acabarán calando en nuestra tradición gastronómica? ¿conseguirán traspasar la barrera cultural e incorporarse a nuestra despensa finalmente?

El último de estos destellos fue una de las conferencias ofrecidas días atrás en el Colegio de Economistas de Cataluña sobre alimentación saludable y sostenible. Anna Bach, profesora del Área de Nutrición de los Estudios de Ciencias de la Salud de la UOC, y Marta Ros, dietista y doctoranda de la UOC, defendieron su consumo como proteína alternativa y como una manera de contribuir a la reducción de la contaminación, a la disminución en la emisión de los gases de efecto invernadero y a un gasto menor de agua. “La cría de insectos para el consumo humano deja una huella ecológica menor, sobre todo en comparación con la ganadería convencional», apuntaba Marta Ros.

Entre las ventajas sobre el consumo de insectos desgranadas, se detallaron otras: un mayor aprovechamiento del animal, una menor cantidad de alimento para criarlos (“son de sangre fría —explicaba Ros— no tienen que metabolizar los alimentos para mantener su temperatura corporal”) y una menor ocupación de espacio en granjas de cultivo.

En 2018 la escocesa Heriot Watt-University publicaba que sus académicos y los de la estadounidense Wayne State University habían descubierto que los insectos podrían haber sido parte básica de la dieta de los primeros humanos hace aproximadamente 1,8 millones de años, «lo que representa casi el 50 % de la dieta de nuestros ancestros tras realizar una serie de pruebas en un barro, de aspecto inusual, tomadas en excavaciones en Olduvai Gorge, Tanzania», explicaban.

Por su lado, en la pasada edición del congreso Encuentro de los Mares, Carlos Duarte, catedrático de Ciencias del Mar de la Universidad King Abdullah de Arabia Saudí, se remontaba a 160 millones de años atrás para entender por qué el consumo de algas había sido clave en la historia de la humanidad. En su ponencia, señaló que en la cueva de Blombos, justo frente al mar de la costa sudafricana, se encontraron los primeros vestigios de humanos modernos porque el impresionante bosque de algas marinas que se halla bajo las aguas de esa costa “proporcionó a nuestros ancestros un alimento rico en Omega 3 que les permitió el crecimiento de su capacidad cognitiva”. Así como en la conferencia del Colegio de Economistas de Cataluña se postularon a favor de los insectos, en el congreso del mar los científicos defendieron los vegetales marinos y la acuicultura como la alimentación sostenible del futuro no solo por sus grandes propiedades nutritivas sino también como herramienta para reducir el impacto medioambiental del hombre en el planeta.

Insectos y algas, considerados en Europa como alimentos nuevos, exóticos, extraños y alejados de nuestra cultura gastronómica, no son tan ajenos a nuestra despensa como pensamos. La urdimbre del pasado extiende sus hilos hacia el tejido gastronómico del futuro. El círculo se cierra.