Bilbao la Vieja siempre ha estado allí, como un referente para los bilbaínos. Antaño convivían txikiteros y cabareteras, y hoy cuenta con reclamos como Bilborock, una iglesia desacralizada reconvertida en sala de conciertos y locales de ensayo, y el Museo de Reproducciones Artísticas. Pero es cierto que esa identificación con el ocio y el esparcimiento, con el sano hedonismo, cuenta con un severo contrapeso, como es el pasado reciente de un área que en los ochenta se ganó una leyenda negra vinculada a la drogadicción. Entonces el caballo de la heroína, ese que Miguel Ríos llamo Muerte, entró al galope y sacudió con crines de adicción, enfermedad, delincuencia, tráfico y por supuesto muerte a buena parte de la juventud del barrio. Quedaron atrás jeringuillas y cucharas, y de un tiempo a esta parte el empeño institucional es rehabilitar en el plano social y la memoria colectiva ese depauperado pedazo del plano de la villa sólo separado del entrañable y transitado Casco Viejo por el cauce de la ría, entre los puentes del Teatro Arriaga y de San Antón.
Entre la gente del lugar y emprendedores llegados de fuera, Bilvi está recuperando el colorido propio de una encrucijada donde conviven razas y culturas, sabores y aromas, vanguardia y tradición. Todo se funde en un enclave, tradicional zona de ambiente gay, refugio actual de la comunidad hipster e imán para la bohemia, que cuenta con la gastronomía como elemento integrador y de desarrollo económico.
Uno de los principales artífices de la penúltima reinvención de Bilbao la Vieja es Álvaro Garrido, quien hace 11 años decidió abrir allí las puertas de Mina (Muelle Marzana; 94 479 59 38), un restaurante gastronómico bendecido por las principales guías. A éstas no se les escapa la exclusividad de una propuesta de alta gastronomía entroncada con la tradición vasca, con su pasión por jugos y salsas, reservada a 25 comensales por servicio. Unos ocupan sus seis mesas ovaladas y otros se disponen a disfrutar en la barra asomada a su cocina vista, para ver el paso a paso de la piel de cerdo marinada y guisada al momento con mandarina y caviar de kalix; de la sopa de perdiz con manzanilla y canela; o de la crema de queso ‘cara negra’ con caviar, huevas de pez volador kumquat confitado, jugo de manzana con rúcula y albahaca. Son sólo tres ejemplos recientes de un menú degustación (aquí no hay carta) que cambia a diario, en función de la temporada y de qué encuentra el chef en el mercado, estimula el intelecto y se ofrece en tres extensiones, ligero, diez platos y completo.
Mucho antes que Mina se inauguró El Churrasco (Conde Mirasol, 9; 94 415 28 60), un puntal del barrio donde la lista de espera llegó a ser de varios meses. Todos querían celebrar allí banquetes y reuniones, comer sin freno género de calidad despachado a buen precio y servido en cantidad generosa, su atractivo no escapaba ni siquiera a Lola Flores, Bárbara Rey y otros exponentes de la farándula cuyo paso atestiguan fotografías que adornan las paredes. Hoy es Carlos Muelas, llegado a la casa en 1999, quien defiende la leyenda de un lugar donde se va a comer txangurro preparado, almejas en salsa verde, bacalao a la vizcaína, carrillera de ternera o solomillo. Aquí se saborea y se unta la tradición.
Tiene las raíces bien plantadas en el recetario vasco El Churrasco, todo lo contrario que Dando la Brasa (Arechaga, 7; 94 675 61 96), un espacio desenfadado que constituye un estimulante cruce de caminos entre la cocina asiática y la tradición americana. Su fusión auténtica, nada forzada, más allá de lo estrictamente nikkei, con emplatado original y profusión de algas, se plasma en preparaciones como el caracú (tuétano) a la brasa con minimazorcas, katsuobushi y totopos; “ensalada Cesarito”, a base de mix de lechugas y algas, quinoa roja, cherries de colores, pato y helado de miso; pulpo a la brasa con ají cacho de cabra y cilantro, carbones de yuca, alga tosaka y allioli de mezcal; y la bondiola de cerdo a baja temperatura, marinada de achiote, encurtido de apionabo y polenta a la brasa. Apreciará el lector que se trata de una alternativa informal de marcado carácter internacional y, lo más importante, capaz de estimular los cinco sentidos para satisfacción del comensal. ¡Arriba las panzas!
Entre los últimos en llegar figura El Laterío (Aretxaga, 3; 665 94 86 96), negocio que pretende ser un pequeño rincón de Lisboa en la capital vizcaína. Se ubica en una antigua chatarrería y el amarillo de su barra recuerda al del tranvía lisboeta, una saudade alimentada con poemas de Pessoa y latas de Lucas, la casi centenaria conservera de Matosinhos. Esto, las conservas, los quesos de Alentejo y los pates portugueses constituyen la oferta de una taberna recogida y confortable. Buena opción para picar algo, lo mismo cavalinhas en azeite que pez espada o petingas al piri-piri, cantar con tristeza y tomar vinho verde, sin más pretensión que, entre palma y fandango, trastornar su corazón.
Lo está haciendo muy bien el equipo de Al Margen (2 de Mayo, 18; 94 642 05 23), un pequeño restaurante, también de reciente apertura, capitaneado por Pablo Valdearcos y Adrián Leonelli, dos ex Nerua convencidos de que “se pueden ofrecer a precio asequible cosas interesantes, bien hechas y respetando los cánones de la alta cocina”. Son palabras de Leonelli, profesor del Basque Culinary Center y faro de este local donde apetece compartir y probar una y otra propuesta gracias a que toda la carta se despacha también por medias raciones. Entre 6 y 7 euros cuestan esas medias de cocoblanco de ajo, frutas de otoño y gambón asado; setas de temporada con sabayón de yema fresca, arroz cremoso de azafrán con conejo escabechado; sepia con crema de coliflor y almendra tostada; solomillo de potro con frutos secos y mostaza; chocoplátano, arena de cacao y nueces… Su menú degustación, de seis platos, cuesta 30 euros.
Otro referente en la zona es el Ágape (Hernani, 13; 94 416 05 06), y lo es con una colección de menús económicos (de 13 a 36 euros) donde se parte de la cocina sencilla, de raíz tradicional, mercado y temporada, y se termina hablando de influencia internacional y fusión. Aquí el wok de garbanzos y verduras va con salsa babaganoush; la merluza se gratina con mahonesa de soja y jengibre, y también con allioli de limón verde; la pechuga de pollo se confita y se sirve con salmorejo, arroz pilaf y emulsión de romero; la presa ibérica asada con parmentier de hongos y chimichurri; la babaroise de yogur con salsa de mango y crujiente de maíz y chocolate blanco.
¿Esto es todo, amigos? Qué va. Tampoco conviene perder de vista a La Viña de San Francisco, con sus pintxos al momento, sus huevos rotos y su menú del día; ni Peso Neto, otra propuesta de menú diferente vinculada a Dando la Brasa; y el mismísimo Josean Alija (Nerua) recomienda con entusiasmo Pulpería Florines, embajada de la cocina gallega más popular. Puedes picar algo, con su cerveza o un buen vino, en Txinpum, otro proyecto de Álvaro Garrido; la gente de Marzana 16 reabrió el mítico Perro Chico, ahora más moderno y desenfadado. También hay una tequilería, se esperan al menos una arrocería y una pizzería, permanece abierto el Bere Bar, con su oferta de cocina tradicional árabe, y Bihotz es buena parada para el café de calidad y la cerveza artesana. Nunca faltarán motivos para acercarse a Bilbao la Vieja, sea para disfrutar con la comida o para lucir minifalda, corte de pelo o esa barba tan molona. El barrio está vivo, y más que vivo. Viva Bilvi.
Fotos: Igor Cubillo