Me da mucha pereza visitar un restaurante por primera vez. Por eso prefiero repetir uno conocido cuantas veces haga falta. Cuando visito un establecimiento de comidas nuevo (o inédito para mi) sólo deseo que lo hagan bien, simplemente bien; me da igual que no haya ninguna guinda. A veces, la guinda es la ausencia de fallos. Me saben muy mal los fracasos. Para mi, porqué soy víctima y para el cocinero o el propietario, porqué el negocio lo va a notar.

No es mi culpa que tengan un día malo. Yo no puedo admitir que mi día sea un desastre, especialmente en un gran restaurante o en uno que se precie. Faltaría más. Nadie puede echar a perder mi ilusión, ni mi dinero. Mucha gente solamente va un día, quizás solo un día, a un restaurante famoso. Cuando salgo a comer, y se sobreentiende que no busco alimentarme, deseo gozar con la comida.

Imagínese la persona que consigue, para el día de una gran celebración, la reserva de una mesa en aquel restaurante con estrella cerca de su casa, donde la lista de espera es más larga que la cola de urgencias de la sanidad pública. El tipo debe pensar que, si hablan tanto de gastronomía, si los cocineros son tan famosos, si todo el mundo habla de ellos, si la cocina ha calado hasta en la política internacional, si cuando salga no tengo un orgasmo poco le debe faltar.

Es que no se puede fallar. Por nada del mundo. Que se han creído. Los del restaurante estrellado tienen la obligación de hacer feliz al tipo ese, que, tras cada plato, solo ha de tener ganas de salir y contar cuan extraordinario es su cena.

Los restaurante que salen en las guías, todos los que desean y han luchado por salir en las guías, no pueden permitirse ningún fallo. Ningún día, incluso el día en que no hay inspector de ninguna guía. Por eso defiendo que cualquier cliente, toda persona que acude a un restaurante por placer sin excepción, de siempre su opinión. Si al de la guía lo han tratado bien, a los otros clientes, también. Si no es así, denunciémoslo a la guía y a todo el mundo.

Por eso me da asco y pena que salga un cocinero y tenga el rostro de decir, para excusarse, que un día malo lo tiene cualquiera. Claro que lo tiene cualquiera: yo tuve el día malo el día que fui al restaurante de este tipejo y me sirvieron el arroz frío, una suela de zapato en vez de suprema de pescado y la carne rancia. Pues no; por tener un día malo no me regalaron la comida. Si tienen un día malo, que no den el día a la clientela, especialmente a la que va esperanzada en busca de algo excepcionalmente bueno y no precisamente asqueroso.

Los cocineros cobardes y a toda su tropa de defensores me desilusionan. En vez de tener el reto de querer mejorar cada día, como los grandes cocineros, los que jamás te fallan.