Lujo

Dejo comanda
Lujo es poder tomarse una cañita con los amigos después de diez o doce horas de trabajo”. La frase, pronunciada durante un encuentro gastronómico al que asistí hace unos días, me dejó helado. El concepto mismo del lujo era el tema central de una mesa redonda en la que profesionales de distintos ámbitos trataban de demostrar, seguramente de forma bienintencionada, que cada cual entiende el lujo a su manera.
Estamos de acuerdo en que lo lujoso es algo voluble y circunstancial, que depende los propios anhelos. Para uno es un coche de carreras, para otro una casa junto al mar, para aquel una botella de vino histórica o un menú degustación en un restaurante estelar. Pero no perdamos de vista que el lujo implica cierta abundancia, una forma de exquisitez o exclusividad. Lujo, en sentido estricto, es algo que no todos pueden permitirse.
En aquel debate se mencionaron como lujos gestos tan prosaicos como comerse unos huevos fritos en familia, dar un paseo por el monte o tomar unas cañas con los amigos. No dudo que para muchos de nosotros sean una fuente de placer, un alivio frente a los rigores de la rutina que proporcionan instantes de genuina felicidad. Pero, ¿en qué momento decidimos que tomarse otra ronda sin remordimientos era un privilegio reservado a las élites?
El comentario puede parecer inocuo, pero no lo es. Hay un sesgo inquietante en esa glorificación de las cañitas como objeto de lujo. Tiene que ver con una desaparición inexorable de la clase media y con la deriva reciente de cierta hostelería, especialmente en las grandes ciudades.
Cuando los precios de la consumición son inasumibles para la gente que vive encima del bar, cuando la política de reservas impide improvisar un encuentro con la cuadrilla o cuando el que nos sirve no tiene autoridad para invitar a una ronda que premie nuestra fidelidad, estamos convirtiendo los pequeños placeres de la vida en rituales vacíos.
Tal vez el problema no sea cómo entendemos el lujo, sino cómo lo aceptamos: ya no como una excepción, sino como la medida de las cosas. Llamar lujo a una caña entre amigos o a unos huevos fritos es, al fin y al cabo, una forma sibilina de asumir que lo normal se nos está volviendo inalcanzable.