Menaje a tres - Rte. Quique Dacosta ***

“Mi genio está en mi olfato”, decía Nietzsche. Ojalá mi psicología se pareciera mínimamente a la suya, tan bien descrita por Stefan Zweig. Tanto por inteligencia dura y lúcida como por hipersensibilidad corporal, por capacidad de sentir espontáneamente cuanto es, está y sucede a mi alrededor en los negocios y el ocio humanos, que dedico principalmente, como quienes me conocen o leen – que lo mismo es – saben, a las cosas del comer.

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Y digo esto porque hace poco intuí que algo de ese genio olfativo pudiera estar pegándoseme y quizás residir ya en mí. Tengo esta ilusa esperanza de ser un buen buscón, un encontrador de oportunidades únicas que disfrutar, un astuto rastreador de momentos con cuerpo y alma. Un buen discreto con intuición de la vida, donde creo reside la verdadera inteligencia. O quizás, sólo un tipo corriente con alterna suerte para dar pellizcos al vivir.

Esto que a continuación relato fue lo que sucedió un veintiuno de febrero, el último habido, en Denia, en el Rte. Quique Dacosta, con él y un tal Fertilati (¿les suena?).

Se afanaba este Didier irrepetible en agradar, engatusar y aguantar a una feliz pareja en ciernes de contraer y celebrar – qué ilusos – su enlace matrimonial allí mismo; venían a “la prueba”, manda criadillas, pero ya de antes querían dictar las normas de su menú con paupérrimas argumentaciones de mentecatos de lo gastró. Doblemente ilusos: la partida la tenían perdida ab initio frente al maestro del gambito de dama y la simpatía táctica. Aviasos estaban: la novia era ya cadáver.

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En esa noche de domingo y en esas tempranas y solitarias contemplaciones y diretes andaba yo, mientras me daban pal pelo que no tengo con los aperitivos en terrace, cuando surgió un de esas oportunidades singulares. “Fernando”, me dice Quique recién llegado, a bocajarro y sin mediar antihistamínico alguno, “¿cenas dentro conmigo en el lab? Lo acabamos de remozar y ha quedado muy chulo, te va a gustar”. “Pssst, bueno, vale, ta´bien, si no queda más remedio… Por acompañarte, pero no creas tú que…” mascullaba yo mientras en mis adentros daban retortijones y se henchían de gozo mis entrañas. “¡’Blood&guts’, la ocasión la pintan calva! Vamos que nos vamos”, me decía a mí mismo.

¿Qué fue antes el huevo o la gallina? Yo era consciente de que perdía el rigor de vivir la totalidad y demás perejiles del mundo QD´16; eso que un ortodoxo-fanático de lo gastró no hubiera permitido por privarle de la experiencia ‘comme il faut’, de su reconcentración y su reconcome egocéntrico. O, simplemente, por ser un desaborido o un cobarde. Pero yo no soy así, me gusta ser torerista además y por añadidura de torista en lo culinario, y mi vena de psicólogo veedor y tentador de personas, más si de cocineros se trata, me puede sin remedio. No tuve duda: ‘el pollo’ era antes, el huevo podía esperar y vendría en el lugar del menú que le correspondiera.

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¿Es aceptable dejar de comprobar al completo y ‘desbocar’ la corpórea carnosidad de un menú tres estrellas por ‘probocar’ e imbocar la espirituosa y espiritual mente y alma de su triestrellado cocinero? Sí, lo es. Sin duda. Y, además, en todo caso, no es que me fuera a meter en camisas de periodista entrevistador de once varas, sino que me daba a mí en la nariz que aquello iba de estar en petit comité sin aspavientos ni tensiones, en conversación y charla amigable. “Y algo de cena caerá, ¿no?”, me decía ‘to myself’.

¿Alguna vez les ha cocinado a ustedes lectores, ‘tête à tête’, un tres como la copa de un pino alicantino? ¿No? ¡Que nooo! Pues ya lo saben, a joerse; a mí sí. Y lo llevo puesto, a mucha honra.

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Así transcurrió la primorosa velada de francachela:

Me entró por la vena romántico-sentimental, apeló a mi corazoncito patrio para tocarme la fibra sensible y me cocinó por mediterráneo. Nos almendramos con una declinación ‘ajoblanqueada’ quisquillosa y aturronada mientras un blanc de noirs “Les Taillons” hacía cosquillas a nuestras gargantas.

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Bien encurtidos y en-salaos, pusimos las huevas sobre la mesa y pulpeamos codo con codo: abrazaditos los dos.

Puntillosos y erizados, ácidos incluso, mantuvimos en alta tensión la conversación y, de paso, a partir un limón, nos metimos la coca –ahí hubo tomate. Y bajo la niebla fumamos con pinzas de aquella bola que andaba y tiraba ‘patrás’.

Nos recompuso el aspic y nos dio el subidón artístico con Townbly y sus rojos gambero rosso, ardió el huevo cual Vesubio ceniciento.

Y a la postrer despedida me avasalló de raras flores y pétalos de rosa.

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Todo había salido a pedir de boca en esta nuestra primera cita-cena íntima. Un menaje a tres de concordia doméstica, bien llevado, distendido y divertido, sin pudores ni artificios, como si tal cosa, así rodaron por un rato juntas nuestras almas gastrós. Con la naturalidad de quienes se meten en la cocina de casa a hacerse un par de huevos fritos porque hay hambre y ven como aquello se alarga porque se está a gusto y el tiempo pasa volando. Pero ¡cáscaras, menudos huevos!

El diagnóstico final del actual perfil gastro-psicológico de QD es de primero de carrera: hasta la excelencia mejora con el buen rollito interior. Al partir un beso y una flor…Me voy pero te juro que mañana volveré.

Lo cuento porque si no me pasaría como al del chiste del naufragio, la isla, el polvo y la Schiffer. ¡Qué quieren que les diga! Que este encocinamiento lo cuento porque si no reviento, ¡por la gloria de mi mare!

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