Merecidos descorches

Dejo comanda
Soy incapaz de mencionar todos los vinos que se abrieron a lo largo de aquella noche interminable y, a la vez, corta como un suspiro. Erraría al citar los nombres de los viticultores, las parcelas o las añadas, y prefiero no dejar en evidencia mi ignorancia, especialmente ante quienes escogieron cuidadosamente las etiquetas. Lo que sí tuve claro desde el primer sorbo es que aquel no era un descorche cualquiera.
Lo que hizo especial aquella noche no fue el monto de la cuenta –bastante abultada, todo hay que decirlo– sino la sensación de que los líquidos que me pasaban por el gaznate estaban entre los más valiosos y venerados de cuantos produce la vid en todo el planeta. El vino, una vez más, sellaba una pequeña cofradía secreta, unida no por ostentación, sino por pura devoción.
El grupo, no demasiado numeroso, estaba formado por taberneros, tratantes de vino y escribanos del comer y del beber. Ni oligarcas rusos, ni estrellas del rock, ni herederos inmunes a la factura desde generaciones. Trabajadores que, al acercar la tarjeta al datáfono, quizá pensaban en la de croquetas que había que freír o en las cajas que habría que despachar para cubrir aquel generoso derroche. Y sin embargo, nadie titubeaba. Podían más las ganas de compartir y de alargar la velada.
Empiezo a ver en ese gesto un patrón de conducta. Noches hilvanadas por algunos de los brindis más rumbosos que cabe imaginar, casi siempre protagonizados por gente del gremio o de sus aledaños. Tiene algo de justicia poética que sean precisamente los hosteleros quienes disfrutan de esas joyas y responde también a una lógica aplastante: quien trabaja a diario dando de comer y beber conoce el verdadero valor de darse, de vez en cuando, un homenaje.
Al sumiller de turno –sea en un restaurante estelar o en una taberna con solera– le suelen hacer los ojos chiribitas al intuir el desfile que se avecina. Me atrevería a decir que le invade un placer íntimo, mucho más gratificante que la expectativa de hacer caja, al desenterrar tesoros para los de su oficio. Quizá porque sabe que algunas de esas botellas no solo hace falta poder pagarlas, también hay que merecerlas.