Nicaragua busca su cocina

Pensar la mesa

Aterrizo en Managua, la capital de Nicaragua, expectante. Llevo años acumulando información sobre su dramática situación político social, un tema que ha escondido todo lo demás y, por ello, me resulta un lugar tan desconocido como incierto. Llego en un momento de cierta calma tensa, tras las violentas revueltas contra Daniel Ortega en 2019, que hirieron de muerte un turismo que, según me cuentan, empezaba a florecer.

 

Nicaragua es un país complejo y el más grande de Centroamérica, en cuyos 130 mil kilómetros cuadrados de naturaleza salvaje, incluyendo dos grandes lagos y 19 volcanes (siete de ellos activos), habitan seis millones de habitantes. En seis décadas han atravesado la dictadura de Somoza, la revolución sandinista. Pasaron de una guerra civil al experimento democrático y finalmente al retorno del sandinismo en versión autoritaria. Hoy sus habitantes enfrentan el reto de vivir entre una gran riqueza cultural y natural y un régimen con fuerte represión política.

 

Más allá de eso, fueron cuatro días para el encuentro con una cocina que se busca a sí misma y que está llamada a despertar, porque lo que pensamos sobre la gastronomía de un país a menudo influye en cómo percibimos a su gente, su cultura y sus valores.

 

En Nicaragua la geografía no es solo un mapa, sino una suerte de menú vivo. Cuenta con tres marcadas y diversas ecorregiones alimentarias: Pacífico, montaña, Caribe, de las que nacen maní, diversos tipos de cangrejos, pescados y camarones; cacao, café, sal, caña, granos, frutas tropicales, plátanos, sal y un largo etcétera. La calidad de la despensa es innegable, pero resulta difícil gozarla al interior del país. Lo mejor se va a la exportación. El resto se distribuye sin mucho mimo en las plazas de mercado distribuidas por todo el país.

 

Es un país cuya gastronomía ha crecido mirando hacia fuera, o perpetuando algunos pocos platos tradicionales que giran en torno a la yuca, el plátano, el frijol, la res o el cerdo; el queso fresco; el maíz en forma de tortilla, tamal, atol o nacatamal, y el ron. Del mar y de la montaña poco se sabe.

 

Sentada en el comedor de La Cocina de Dña. Haydée, comprendí rápido que la cocina tampoco sabe de disputas, batallas o estrategias políticas o administrativas: vive el día que toca vivir y se adapta a lo que corresponde. Es un restaurante veterano, de casi treinta años, en los que la tradición se honra y preserva a punta de caballo bayo (degustación de chorizo criollo, chicharrón molido, indio viejo, frijoles molidos, carne de res y pollo, plátano maduro, crema, queso rallado y ensalada de repollo) servido con tortillas, o tostones de plátano con queso fresco frito. Mucha carne asada. La res en este país es una institución. Algo similar me pasó con Mondongo San Ramón y su especial de sopas, o en la parada carretera Mi Finca, en la localidad de Nagarote, camino al colonial pueblo de León, en el que probé el famoso quesillo: tortilla rellena de cuajada de queso, el mismo hecho trenza, más compacta, al que se adiciona cebolla en vinagre y crema. Lo más curioso es que se sirve y se come en bolsa plástica. Es un sabor tan láctico y fermentado que hay que nacer con él para que guste.

 

Nicaragua es hoy el cuarto vértice del cuadrado que forman las cuatro principales cocinas centroamericanas: Guatemala, Panamá y El Salvador. Avanza, es verdad,  a menor velocidad debido a un lento desarrollo social que ha generado menos clientes para los restaurantes, por su menor capacidad de gasto; la inexistencia de redes de proveedores, el descenso del turismo y a la ausencia de políticas públicas que permitan que la gastronomía se convierta en un factor de desarrollo y de crecimiento.

 

Por fortuna, y como el rugido del volcán Masaya que no se extingue, hay algunos que en la adversidad encuentra siempre una voz para crear nuevos símbolos, para intentar lidiar contra la corriente y las ausencias. Porque seis décadas de penurias no lograron apagar su llama y entendieron que lo que le falta al país para dar el salto es conocerse mejor y quererse culinariamente como se quiere a Rubén Darío o el Güegüense.

 

Kevin Gómez, de Nativo, es quizá uno de los emblemas de esta cruzada. La cocina con más intención  que enciende la mecha del cambio. Puso la mirada hacia la despensa difundiéndola de manera única, y abrió la puerta a nuevas cocinas. Este salvadoreño que ha visto con ojos nuevos a Nicaragua, ha logrado que una comunidad de locales reconozca, reconecte y sienta un cierto orgullo por sí misma.

 

Hay algunos más, como Álvaro Cordero, que acaba de abrir el omakase Kansai y, con él, un camino interesante de exploración para volver a  poner en la mesa ejemplares de pesca que hagan que los nicaragüenses dejen de dar la espalda al mar. Xiomara Díaz y Damien Christian Hopkins, en NM Culinary en la ciudad de Granada, con un farm to table que pone en valor la riqueza biológica del país; y Xaviera Cuadra y Demian en  The Peacock Society, un comedor oculto con doce puestos que propone técnica francesa con producto local.

 

Nicaragua necesita que el mundo venga y no solo que Nicaragua vaya. Algunos viajeros se preguntan si apoyar económicamente el país beneficia indirectamente al régimen. Digo yo que la cocina es cultura e identidad, y que los jóvenes nicaragüenses merecen la oportunidad de crecer pensando que tienen la mejor cocina del mundo.

 

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