Nosotros y el mar

La memoria del sabor

Las navajas que me acaban de servir se ven como lo que son (como es habitual, llamamos navaja al longueirón) y están frescas, pero no saben a navaja, tampoco a longueirón. Sufren el peso de los compañeros de viaje que inundan las valvas en las que se presentan: chimichurri, crema de ají amarillo ahumado, leche de tigre, limón y shizo. Antes muertos que sencillos. Sigue un nigiri de ventresca de salmón al que tampoco le falta de nada: más ají amarillo ahumado, una chalaca -cebolla picada, ají, tomate, cortados en brunoise fina-, rocoto, limón sal ahumada y otra vez el shizo. Del salmón solo queda la textura. El nigiri de pulpo se siente cómodo con el jengibre y la parrilla del shogayaki, pero su naturaleza se resiente conforme van llegando el chimichurri de zapallo loche, la palta, el limón y el togarashi. El pejerrey de la cuarta pieza consigue asomar tímidamente su sabor por debajo de la pulpa de cangrejo, el limón y la piel crujiente de salmón que lo coronan. No pido el de pescado del día con aceite de trufa y foie gras; la derrota del pescado está cantada desde la sexta palabra del enunciado. Un señuelo para nuevos ricos.

 

El tiradito de buri (Serviola quinqueradiata, especie engordada en criaderos del Mar del Japón) te devuelve a la naturaleza de la especie y a la idea de que estás comiendo uno de los sabores del mar, en lugar en de los condimentos que los ocultan.

Los platos son parte del relato de una de las últimas comidas hechas en un local emergente, con más pretensiones que detalles (el arroz de algún nigiri llega helado, la carta de vinos adjudica un albariño a Cataluña, el té lo sirven tibio tirando a frío, no hay café, la puerta del comedor queda abierta todo el servicio en la típica noche invernal limeña…). Estoy en Lima, pero la experiencia podría extrapolarse a muchas otras vividas en Santiago de Chile, Bogotá o Ciudad de México. Podrían ser esos platos soperos llenos de erizos tapados por una inundación de jugo de limón, o los mariscos agredidos por la proverbial picada de cebolla y limón en Santiago, o un pescado a la talla servido en Ciudad de México.

 

La relación de nuestras cocinas con el mar ha tenido más naturaleza sanitaria que culinaria. Los tratamientos aplicados nacieron para resolver problemas de conservación de pescados y mariscos, y crecieron buscando caminos para ocultar las consecuencias del clima y el paso del tiempo. El uso y abuso del limón, las cocciones prolongadas, las sobredosis de condimentos y compañeros de viaje con más carácter que prestaciones -la cebolla, el cilantro, el jengibre, el ají o el chile- eran norma obligada. Entendimos la relación con los productos del mar como un ejercicio de ocultamiento de su naturaleza.

Las cosas han cambiado. América Latina empieza a descubrir su despensa marina sin entender bien lo que tiene entre manos: mariscos y pescados a veces prodigiosos, necesitados de tratamientos diferentes que respeten sus características en lugar de ocultarlas. Sucede además en el preciso momento en que se está quedando sin ellos. Es el mundo al revés. Sociedades acostumbradas a vivir de espaldas a los grandes océanos del planeta que bordean la región, se acercan todavía tímidamente a unos productos que si no cambian las cosas volverán a ser desconocidos para las siguientes generaciones.

 

Nuestras cocinas hablan hoy el lenguaje del mar sin despegarse de los hábitos, los prejuicios y los complejos del pasado, disfrazando la naturaleza del producto que deberían entender antes de poder ponerlo en valor. Es un camino retorcido y equívoco. ¿Cómo podemos enseñar a valorar unos productos cuyos atributos escondemos? ¿Cómo disfrutar lo que no saboreamos? Cada día aparecen ingredientes nuevos en nuestros restaurantes. Almejas con texturas, sabores y colores diferentes, productos fascinantes de los que no supimos antes, pequeñas gambas rojas que solo se veían en Chile, atún rojo importado de España, buri de japón, caballas, sardinas, anchoas…, pero todos reciben tratamientos agresivos que esconden su sabor. No saben a ostra, navaja, almeja, camarón, corvina o dorada, sino a la inundación de crema de ají amarillo de los tiraditos, al desparrame de limón y cebolla, a la agresividad del chile o el ají, a la sobredosis de ajo o al asalto innoble del glutamato monósodico.

 

En Colombia como en Argentina, la alta cocina empieza a descubrir que hay vida más allá del salmón chileno -o a pesar suyo, porque la agresividad de los tratamientos que recibe lo convierte en uno de los productos con más consecuencias de nuestra despensa- y de la tilapia que invade un poco más cada día nuestros ríos. No ha pasado un mes desde que varios cocineros ecuatorianos coincidían en quejarse del tamaño de los pulpos que reciben, y lo mismo sucede en Lima; cuesta encontrar pulpo. Por un lado, pagan las consecuencias de un mercado que se volcó con la absurda moda del pulpo pequeño. Por otro, son víctimas de la voracidad y la capacidad adquisitiva de mercados como el español y el chino. Una parte nada desdeñable de los pulpos que se venden como gallegos en España tienen hoy acento latino.

 

Y así ocurre con la merluza austral chilena y sus cocochas, con el atún ecuatoriano, en parte con pasaporte español y en parte con visado chino, o los cazones, tollos y otros parientes del tiburón en el Pacífico, masacrados para secar las aletas y traficarlas a China, o las medusas, que toman el mismo camino, o la anchoa argentina, que alimenta la mayor parte de la industria salazonera del Mediterráneo… y parte de la del Cantábrico. Por no hablar de los gambones patagónicos, sucedáneo de postín para las marisquerías del milagro gastronómico español. Los proverbiales erizos del sur de Perú y el norte de Chile tienen vuelo reservado hacia los mercados asiáticos. Sin hablar de la increíble langosta de Juan Fernández o el casi desaparecido calamar. Hemos vendido nuestros mares y todo lo contienen, justo en el momento en que las cocinas latinoamericanas se asoman a la despensa marina. No estaría mal una muestra de respeto, aunque sea como despedida.

NOTICIAS RELACIONADAS